Macabro juego de destituciones




El estreno de Fuerza mayor, cuarto largometraje del realizador sueco Ruben Östlund, es una de las experiencias más estimulantes que ha ofrecido la cartelera en los últimos meses. Se trata de una cinta que llama la atención por varios aspectos. En primer lugar por su elegancia y precisión. También por su autonomía y singularidad: corresponde a un tipo de cine que no tiene nada que ver con el que habitualmente consumimos en las multisalas. No es un último lugar, por su belleza y densidad moral.

En un escenario ingrávido y precioso -un centro invernal de primera categoría en Los Alpes- una familia joven, en principio ejemplar y feliz: papá, mamá y dos niños encantadores. Van por cinco días de vacaciones, varias veces diferidas, y la experiencia será una instancia de crecimiento familiar. El problema es que al segundo día sobreviene una avalancha que está a metros y segundos de destruirlo todo. Frente al desastre el marido se deja llevar por la fuerza de su instinto y no tiene un comportamiento especialmente heroico. Y a raíz de su conducta, y sobre todo de su negativa a reconocerla, algo se quiebra en ese matrimonio y esa familia. La figura paterna queda colgando de la cornisa. Después de eso, obvio, nada volverá a ser como antes.

El rasgo quizás más provocador de esta realización es su impasibilidad. La historia no está contada desde el prisma de ningún personaje en particular. Este es un director que, dejando hacer a sus personajes, en ningún momento intenta protegerlos del ridículo o la humillación. Contada desde el punto de vista del marido, esta historia pudo ser un gran ejercicio de culpa y expiación. Desde el prisma de la mujer, un gran ajuste de cuentas con los equilibrios internos de sentimiento y de poder al interior de esa familia. Pero no es ni lo uno ni lo otro. Es una comedia macabra de interminables destituciones, partiendo por la autoridad del padre y las verdades del matrimonio. Es, o parece ser, un perverso experimento clínico acerca de cómo reacciona esta familia, en el fondo, todos ellos ratones de un aséptico laboratorio, en un contexto de súbita amenaza y extrema fragilidad.

Obra mucho más inteligente que emocionante, dictada más por la cabeza que por la sangre, con personajes bien delineados pero no necesariamente entrañables, esta es una de esas películas que confirman que nos separan no sólo miles de kilómetros de la sensibilidad nórdica sino también varias galaxias emocionales de por medio. El espacio pareciera estar cuadriculado para mantener, en términos de espacio, sutiles equilibrios entre lo que se muestra y lo que oculta y, en términos de tiempo, finísimas correlaciones entre lo que se dice y lo que se calla. Lo que el autor saca de ahí es una película distante, fría y tan corrosiva como hermosa. Pero también un planteamiento que nos lleva a pensar que quizás no somos muy distintos: todos somos ratones.

Película dura y exigente, cero misericordiosa, Fuerza mayor propone un juego al que no todo el público estará probablemente dispuesto a entrar. Pero los que entren saldrán sobradamente recompensados. Aquí hay pulso cinematográfico. Hay algo parecido a lo mejor del cine de Michael Haneke (Caché, La cinta blanca). Ciertamente hay talento. Y una frialdad que desde luego no proviene solo del ártico. ¿Quién dijo que el arte solo se alimenta de los buenos sentimientos?

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.