En los debates sobre modernización del Estado, son muchos los que abogan por la idea de "quitarle grasa" para llegar a un Estado supuestamente ideal, "delgado" y pequeño, con un rol acotado al aseguramiento de estándares mínimos de calidad de vida, redistribución del ingreso y regulación económica imprescindible. Sin embargo, lo cierto es que la experiencia internacional muestra que, a medida que los países van creciendo y desarrollándose, van también alcanzando mayores niveles de bienes públicos, lo que conlleva un mayor rol y tamaño del Estado. Asimismo, el desafío del desarrollo requiere incorporar y operativizar la visión de largo plazo en la economía y la sociedad, con foco en el valor público, asunto que el mercado es incapaz de realizar. Así, por ejemplo, Chile es el país que menos gasta en ciencia y tecnología dentro de la OCDE, con solo 0,39% del PIB. Solo un Estado comprometido con el desarrollo de largo plazo podrá elevar esta cifra, al menos, al promedio OCDE de 2,38% del PIB. El Estado tiene como misión esencial el cumplimiento de esa función, pero este sentido de largo plazo requiere un horizonte que vaya más allá de un miope cálculo electoral de corto plazo.

Considerando lo anterior, el objetivo no debe ser desnutrir y diluir al Estado, sino fortalecerlo y perfeccionarlo. El desarrollo implica un Estado que crece con mayor gasto y, a la vez, haciendo más y mejor con lo mismo. Para seguir con la metáfora anterior, no se trata de quemar grasa sino de sustituirla por músculo bien distribuido. En ese entendido, esta columna reflexiona sobre la forma de lograr un Estado que cumpla satisfactoriamente sus crecientes roles, combinando adecuadamente las dimensiones política y técnica.

La dimensión política hace referencia a los mecanismos que permiten la adopción de políticas públicas, frente a la inevitable contraposición de principios e ideologías. La dimensión técnica, en tanto, atañe, principalmente, a la mayor o menor eficiencia y eficacia con que esas políticas se implementan. Así, en general, se acepta que la definición de los fines le corresponde a la política, mientras que la de los medios y tiempos sería, principalmente, pero no exclusivamente, técnica.

Por ejemplo, respecto del objetivo de resolver los problemas derivados de la falta de sangre para transfusiones, podría haber desacuerdos valóricos y corresponde que estos sean zanjados en el plano de la discusión política. Desacuerdos de carácter religioso, por ejemplo, se deben a diferencias ideológicas y de principios y, por lo tanto, no pueden ni debiesen resolverse por consenso, sino que a través de un debate democrático.

Por otra parte, la discusión sobre los mejores medios para resolver dichos problemas debería ser muy sólida en el aspecto técnico, aunque no exenta de aspectos que corresponde dirimir en el ámbito político. Algunos postularán, por ejemplo, que la manera más eficiente de lograrlo es con una campaña que promueva las donaciones voluntarias de sangre; otros podrán creer que la mejor vía para conseguir esto es pagando por su aporte. El análisis técnico podrá proveer información para establecer cuál de estos caminos es más eficaz y eficiente para concretar el objetivo, pero ello no siempre basta. Como sociedad podríamos tener también una definición política de que, por ejemplo, no es correcto que exista un mercado de sangre, descartando así de plano esa opción. Por otra parte, si definimos que el medio será una campaña de promoción de la donación de sangre, implementar esa campaña, de la forma más eficiente y eficaz, será una tarea primordialmente técnica.

Se requiere pues una clara distinción, institucionalmente respaldada, entre los espacios del Estado que debiesen estar sujetos al debate político contingente y los que debieran estar centrados en la técnica. Así, por ejemplo, nadie pondría en duda que la jefatura máxima del Estado es una definición política. Tampoco hay discusión sobre la designación de los ministros, pero, a medida que se baje más en el nivel de jerarquía del Estado -avanzando hacia la ingeniería de detalle y la implementación-, mayor peso deberían tener las capacidades técnicas y menor las adscripciones políticas, en los nombramientos y designaciones. A pesar de ello, el cuoteo en los niveles no políticos ha asolado a nuestro sector público con repartijas de cargos para compensar favores, en el marco de relaciones clientelistas y de padrinazgo. Superar esta situación es uno de los mayores desafíos en el camino de fortalecer el rol de largo plazo del Estado en nuestra sociedad. Entre muchas otras razones para esto, está el hecho de que relaciones clientelares llevan necesariamente a debilitar la capacidad del Estado para formular políticas más allá del plazo que media entre elección y elección.

Más técnica y más política

Para garantizar que algunos aspectos del Estado no estén sujetos a estas relaciones de padrinazgo, hace 14 años se introdujo un sistema de Alta Dirección Pública que ha modificado, principalmente, mecanismos de selección de personal estatal. Lo anterior se ha realizado buscando asegurar un estándar técnico mínimo en quienes ocupan cargos de jerarquía alta y media con funciones centradas en la implementación y fiscalización de las políticas de gobierno.

Un criterio útil para evaluar el éxito en la profesionalización de esos mandos es la duración promedio en las jefaturas de los servicios. Un sistema basado en nombramientos técnicos de personas abocadas a la implementación eficaz y eficiente de políticas públicas, no debería mostrar la corta permanencia en esos cargos que nuestro Estado registra: un promedio de 2,1 años de duración y en algunos casos sólo un año. La naturaleza transaccional de las designaciones, en numerosos servicios del Estado, es pues un tema clave aún pendiente para que dispongamos de un Estado a la altura de las necesidades sociales y económicas de nuestro país. El caso del Sename constituye una prueba evidente y un desgarrador clamor de aquello.

Otro de los grandes déficits estructurales de nuestro sector público es la inexistencia de una adecuada carrera funcionaria. Se requiere repensar la relación entre el Estado y las personas que trabajan en él, con perspectiva de asegurar un cuerpo de funcionarios de excelencia y comprometidos con el sector público y la ciudadanía, en el marco del reconocimiento y  promoción de la valorización social del funcionario público. En Chile hay muy buenos funcionarios públicos y es importante que eso se reconozca institucionalmente. Esto requiere proveer estabilidad laboral junto con movilidad funcional y un rediseño de las escalas de remuneraciones, de ascenso, promoción y formación profesional para que tengan en la mira los desafíos del Estado en el mediano y largo plazo, mucho más allá de la contingencia política.

La indicada politización transaccional y clientelista de funciones estatales constituye, generalmente, el foco de la crítica y de la apelación a una reforma del Estado. Sin embargo, para la consolidación de un Estado a la altura de las necesidades de nuestro país, resulta igualmente importante el asegurar la mayor politización de ciertos cargos.

En efecto, el mejor ministro no es aquel que posee los mejores pergaminos técnicos, sino aquel capaz de liderar su cartera -en sintonía con la ciudadanía y haciendo buen uso de habilidades tácticas y estratégicas- hacia el logro de los objetivos políticamente establecidos. Sin embargo,  hoy existe en Chile una excesiva tendencia a sobrevalorar la técnica en detrimento de la buena política, también en los niveles superiores del Estado. Esto como resultado de poderosas razones: una ideología de despolitización de la política o "neutralización" de la política, como lo ha denominado Fernando Atria, bajo el peso de la ilusión de los consensos políticos que la paralizante Constitución heredada de la dictadura impone, así como la tecnócrata concepción de la política de los consensos adoptada por la Tercera Vía durante la transición. Además, fomenta esta situación el régimen fuertemente presidencialista que tiende a concebir a los ministros de Estado como obedientes asesores e implementadores al servicio de la figura magna. En este sentido, por ejemplo, es perfectamente legítimo dar el debate político sobre la condición de la educación pública como derecho social y que, por su naturaleza, no debiese someterse a lógicas de mercado. No solo la técnica tiene algo que decir al respecto. Una reforma del Estado que sacuda y libere de esos lastres, que obliga a falsos consensos, y aumente el necesario debate político en el Estado, es pues, también, profundamente necesaria para un Estado más eficaz y más democrático.

Una reforma profunda del Estado debiese ser una bandera central de los que creemos en una sociedad de derechos y más democrática. Un mejor Estado será uno con mayor y más clara delimitación entre espacios políticos -de deliberación sobre los fines de las políticas y sus medios- y espacios técnicos que se encargan de la implementación de lo definido políticamente. Eso facilitará el incorporar decididamente al Estado -sin injustificadas vacilaciones de legitimidad- aspiraciones y objetivos políticos y también de eficiencia. La propuesta progresista puede así ser más justa en la distribución de la riqueza, pero también más eficaz en el logro de un crecimiento sostenible. Esto a través de un rol protagónico del Estado garantizando derechos sociales, pero también ejerciendo un control democrático de nuestro modelo de desarrollo. Todo esto significa y requiere más y mejor Estado.