Microhistoria




El documental y la autoficción son los géneros que más lustre le han sacado a la microhistoria, esa vertiente de la historiografía que concentra su mirada en los individuos particulares para alumbrar los grandes procesos. Uno de los padres de esta corriente es Carlo Ginzburg -hijo de la narradora Natalia Ginzburg-, que en El queso y los gusanos reconstruye la vida de un molinero italiano para mostrar todo un pensamiento y una cultura (la popular) refractarios al dogma pregonado por la Inquisición.

La serie documental The War, de Ken Burns, es otro ejemplo extraordinario de microhistoria. En ella, la II Guerra Mundial está contada por ciudadanos provenientes de cuatro poblados estadounidenses: Luverne, Sacramento, Mobile y Waterbury. Son poquísimas las imágenes de Roosevelt, Churchill o Patton. El lente está puesto en los habitantes cuya vida cambió radicalmente desde que los japoneses atacaron Pearl Harbor.

Sorprende la cantidad de registro audiovisual: ver los centros de reclutamiento, las tiendas de campaña, la acción en las trincheras, los hospitales y, evidentemente, los cuerpos destrozados, con los estómagos abiertos y las gargantas cortadas, tirados en las zanjas o siendo cargados por sus propios compañeros tras ser abatidos en las islas del Pacífico, en el norte de África o en Europa. También hay aspectos sociológicos que la guerra evidencia y que incluso hoy siguen desconcertando, como la segregación hacia los negros y los descendientes de japoneses, en un país que decía luchar por la libertad.

El documental es rico en historias de jóvenes que se enlistaban para huir de sus casas, para saber lo que era conducir un avión, para ser un héroe. Asimismo, abundan los que al ser reclutados hipotecaron un futuro cuando menos, auspicioso. Uno de ellos, Babe Ciarlo, escribía cartas desde el frente llenas de confianza y optimismo. Sin ninguna aspiración literaria, Babe sabía que la escritura brinda la posibilidad de vivir otra vida, de ser otro, alguien que estaba lejos de las balas. Al momento de morir llevaba dos rosarios, su licencia de conducir y una carta.

En ese punto uno recuerda ese relato perfecto que es "Las cosas que ellos llevaban", de Tim O'Brien, quien estuvo en Vietnam y condensó en 21 páginas la marcha de una cuadrilla de 17 hombres hacia Than Khe, enfatizando aquello que porta un soldado: desde un abrelatas hasta una radio de onda corta, desde cigarros hasta pastillas contra la malaria, desde una radio hasta explosivos de toda índole. Lo sobrecogedor es la cadencia de esa enumeración junto a la especificación del peso: granadas de mano (435 gramos), proyectiles (300 gramos), cascos (dos kilos), chaleco antibalas (dos kilos y medio)… La densidad de las palabras es abrumadora, porque además de alcanzar una precisión quirúrgica, deja abierto un espacio igualmente doloroso, el espacio de las cosas que no pueden pesarse: la culpa, el temor, los recuerdos y las pérdidas.

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