Miércoles por la noche




A veces nos olvidamos, pero ver televisión puede ser una experiencia curiosa. El miércoles pasado TVN exhibió el debate entre Beatriz Sánchez y Alberto Mayol, ambos candidatos presidenciales del Frente Amplio. Había expectativas sobre el encuentro. Sánchez estaba arriba de las encuestas y Mayol, por razones diversas, había tenido una especie de comportamiento errático en la esfera pública (acusaciones de misoginia, una pelea con Felipe Kast, una polémica con la misma Sánchez por el debate). Que ambos apareciesen en El Informante era perfecto: el show conducido por Juan Manuel Astorga siempre ha tenido la virtud de funcionar como un espacio más bien abierto, habilitando tanto la estridencia o la extrañeza (está ahí la inverosímil entrevista a José Piñera) como también el diálogo profundo a modo de gesto editorial.

Pero no pasó mucho con Sánchez y Mayol: no hubo debate o si lo hubo éste careció de cualquier polémica. Por el contrario, lo que vio el espectador fue una exposición moderada de posiciones casi idénticas, una conversación amena de amigos, una sobremesa llena de ideas pero sin bajativos. Duró una hora y media y fue extraño, en el sentido de que sólo faltó la proyección de alguna presentación en power point para volverlo aún más escolar de lo que fue. Astorga, casi siempre eficaz, acá fue invisible; podría no haber estado. Por supuesto, todo eso no supone problema alguno (nadie puede estar en contra de que la tele se haga cargo de la política) pero fue imposible no esgrimir cierta nostalgia por la carne y la sangre que alguna vez recorrieron estos programas de debate, la añoranza de algo que permitiese ver que los candidatos sí estaban vivos y que su discurso no eran puras frases recitadas de memoria y sacadas de sus propios programas. Quizás ese es el sentido de estos shows: los modos en que los políticos corren el velo de sus propias paradojas haciendo que el cuerpo y las miradas delaten sus contradicciones, sometidos siempre al modo en que las imágenes televisivas de sí mismo concentren o diluyan la épica de sus ideas.

Lo inquietante es que mientras esto pasaba en TVN, en La Red se entregaban al delirio gracias a la entrevista que Junior Playboy le dio a Ignacio Franzani en Mentiras verdaderas. Playboy (cuyo nombre real es José Luis Concha) no sólo lloró, bailó y se confesó. También explicó la relación entre las prietas y la menstruación, confesó por qué se había cortado el bigote como Hitler (al que trató de bestia y "pehuenche"), analizó su parecido con Brad Pitt, además de contar cómo hacía charlas vocacionales al estilo de Cecilia Bolocco, por qué se había adjudicado en broma la muerte de un miembro de Axe Bahía y cómo recibía fotos sexys enviadas por esposas de funcionarios de Carabineros.

Aquello fue extraño e impresentable pero era un milagro televisivo, al exhibir la esquizofrenia de nuestro presente, escindido entre la seriedad de las ideas que se exponían en TVN y el modo descoyuntado cómo Concha narraba su extraña vida. De hecho, todos (Concha, Mayol, Sánchez, Astorga y Franzani) daban la impresión de habitar mundos diferentes, planetas de órbitas concéntricas que parecían que no iban a tocarse nunca, como si la política temiese asumirse como espectáculo o que el espectáculo pensase que no requería ningún contenido, volviéndose pura performance, una metralleta que disparaba balas hechas de puro vacío.

Lo que queda es una borra hecha de preguntas referidas a cómo la televisión abierta abordará la complejidad de un año electoral o qué significan la conversación y ahora mismo las palabras en el medio televisivo (¿tendremos algún programa de política original este año?); sobre cuánto estará dispuesta a innovar en medio de la crisis o qué diablos tiene que pasar para que el espectador tenga más opciones que lo previsible y lo banal, lo políticamente correcto y lo psicotrónico, lo obvio y lo derechamente irreal.

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