El independentismo catalán, impulsado por la coalición que gobierna esa región española, ha provocado una crisis de mucha consideración. El gobierno catalán se niega a dar marcha atrás en el referéndum soberanista convocado para el 1 de octubre a pesar de no representar a una mayoría de catalanes y de que el sistema jurisdiccional lo ha dejado fuera de la ley en esa pretensión.
La respuesta de Rajoy y el gobierno del Partido Popular, con el respaldo de los socialistas y la mayoría de españoles, ha sido tratar de forzar, mediante instrumentos jurídicos, a las autoridades catalanas a desconvocar la votación o inhibirse de llevarla a cabo físicamente. Pero la estrategia independentista tiene esto previsto (ya realizaron en 2014 una consulta menos formal que fue declarada y supuso la inhabilitación política para quienes la organizaron). Los independentistas piensan que nada serviría mejor a su propósito ulterior que ser objeto por parte de Madrid de una represión física que acompañara el aparato jurídico con el que se intenta impedir la realización del referéndum. Ello daría muchas alas al independentismo, que nunca ha alcanzado, en votos, el cincuenta por ciento.
Las elecciones autonómicas de 2015 vieron al independentismo rozar el 48 por ciento. En la consulta de 2014 que el anterior gobierno catalán convocó, poco más del tercio de los votantes acudieron a las urnas, lo que quitó sentido al porcentaje elevado a favor de la separación.
El autonomismo catalán tuvo que sufrir en muchos periodos el abuso del Estado español, incluyendo la dictadura de Primo de Rivera en los años 20 y el franquismo durante cuatro décadas, para no hablar del centralismo del que fue víctima Cataluña a manos de la monarquía española entre los siglos 18 y 20. Pero la España de hoy confiere a Cataluña una autonomía comparable en muchos sentidos a un Estado federal (excepto en cuestiones financieras, error histórico que no es viable resolver hoy dado el complejísimo entramado del sistema autonómico, que afecta al conjunto del país). Es más: nadie ha ido a la cárcel por las ilegalidades cometidas en esta materia desde que hace un lustro Barcelona dejó atrás el nacionalismo moderado y optó por el independentismo, en contra de su compromiso constitucional con España, de una mayoría de catalanes y de las actuaciones del sistema jurisdiccional español.
Dicho esto, Rajoy tiene la ley de su mano, pero ello no basta ante una crisis tan delicada. Debe medir con cuidado el punto en que la legítima aplicación de la ley puede convertirse en un problema más grave que el actual, haciendo crecer exponencialmente el independentismo, provocando una solidaridad internacional con la "agredida" Cataluña y acaso moviendo la solidaridad, para con ella, de otras regiones españoles que hoy no la respaldan. Los vascos han dicho que apoyarán a Madrid sólo mientras no abusen de los catalanes.
¿Dónde está ese punto? Nadie lo puede saber a ciencia cierta ante una situación tan fluida. Una manera de encontrarlo es acompañar la aplicación de la ley y la autoridad de iniciativas y acciones que envíen a Cataluña la señal de que Madrid no se cierra a la posibilidad de negociar mejores fórmulas de compaginar la unidad territorial de España con las tendencias centrífugas de muchos catalanes. Que ello es posible lo demuestran el que todavía una mayoría catalana (no amplia, pero mayoría) está en contra de la independencia y de que la historia, antigua y reciente, ha visto a una gran parte de la población de Cataluña inclinarse por estar dentro España con una autonomía amplia que no signifique separación.







