Riqueza, poder, conflictos




Salen cosas divertidas en la discusión pública. Divertidas y curiosas, como cuando se compara, por ejemplo, la sofisticación del análisis económico financiero al que se llega en ciertos temas con las consignas y la trivia más bien rupestre del llamado progresismo. Gente que apenas distingue entre una isapre y una AFP, o que se vería en aprietos para no confundir un cheque nominativo de otro cruzado, ahora da clases de fideicomisos. Se diría que una cosa no va con la otra. Pero el fenómeno es parte de lo mismo, como queda de relieve cada vez que se discute sobre la fortuna de Sebastián Piñera.

Desde luego que el tema no es neutro y es obvio que en este es un flanco complejo y delicado para el candidato de los partidos tradicionales de Chile Vamos. Es completamente explicable que sus adversarios políticos le den duro por ese lado. Piñera tuvo en el mundo de los negocios una trayectoria exitosa y controvertida y la magnitud de su patrimonio coloca el debate en un nivel distinto. Sin duda que esto es una rareza, no solo en la historia política chilena, sino en la de cualquier país del mundo. Los caminos de la fortuna y del poder rara vez se juntan, al menos tan explícitamente para hacer coincidir en la misma persona al potentado y al gobernante. Es más: con frecuencia el ingreso al club de los multimillonarios ha establecido un veto para la carrera política. Hay excepciones, claro, pero son eso: excepciones. El caso quizás más emblemático en los Estados Unidos fue el de Nelson Rockefeller, nieto del fundador del imperio, que fue gobernador de Nueva York y militaba en el ala liberal del Partido Republicano, y que estuvo cerca de perforar ese veto. Pero el año 64, cuando se suponía que tenía asegurada la nominación de su partido, la perdió ante el empuje de Barry Goldwater, y cuatro años más tarde volvió a perderla ante la meritocracia de Nixon. La riqueza no le facilitó las cosas; más bien se las complicó. Después, Gerald Ford lo tuvo como vicepresidente y ese cargo, más que acercarlo a la presidencia, terminó quemándolo. El caso de Berlusconi en Italia también es raro. Casi una excrecencia. Il Cavalieri, como le llamaban, emergió sobre el descampado que siguió al derrumbe de los partidos tradicionales italianos y la sombra de su protagonismo político, que duró más de 20 años, dejó como experiencia un cúmulo de fraudes y un legado más bien impresentable.

Está claro que en Chile, en concreto respecto de Sebastián Piñera, las cosas son distintas. Son distintas a lo mejor porque él como magnate también es una anomalía. Si hay alguien que no lo parece, ese es Piñera, hombre de gustos relativamente austeros y muy poco dado a los alardes fastuosos de la riqueza. Lleva, por lo demás, en la política casi 30 años y a estas alturas habría que empezar a concederle que de eso -de política- algo sabe. Probablemente bastante más de lo que estarían dispuestos a concederle venerables vacas sagradas de la política, varias de las cuales, sin embargo, a la hora de los quiubos no han visto una.

Piñera ahora, después de haber aceptado su candidatura, ha anunciado una fórmula para desligarse él y su señora definitivamente de la gestión de los negocios. Ese es el fondo de lo que anunció: desligarse. Y aunque su decisión fue ir más allá de las exigencias que impone la ley vigente, su diseño ha sido rechazado desde la vereda de la sospecha por la asamblea de los sabios y patronos morales de la tribu. Ciertamente, en ellos también hay conflictos de roles, pero de eso se habla poco. Las prevenciones apuntan a hipotéticos conflictos que podría plantearse a quien gobierne un día aquí y al otro allá. ¡Alto! ¡Cuidado! ¡Muy grave! ¿Qué pasaría, dígame usted, si mañana Chile, Dios no lo quiera, llegara a tener un conflicto con Burundi?

Lo que está claro es que tras esta casuística kilométrica son varias cosas. La primera es que hasta ahora la gente ha enganchado poco, lo cual no significa que no vaya a enganchar en el futuro, de suerte que los esforzados le seguirán dando con entusiasmo. La segunda es que jamás los cazadores virtuales de conflictos de interés terminarán de hacer su trabajo, porque de suyo esta tarea es interminable. La tercera es que es una franca utopía suponer que una ley podría zanjar definitivamente el tema a satisfacción de los puros, porque la pureza, como bien sabemos, es más insaciable que el vicio. Siempre habrá dudas y quedará la sospecha de forados por donde podrían colarse de noche martingalas y negociados. Y aunque el Parlamento se tomó tres o cuatro años en legislar sobre probidad y prevención de conflictos de interés, la discusión hoy se ha vuelto tan laberíntica que es como si nunca lo hubiera hecho.

Convendría quizás volver a los orígenes. ¿Qué sentido tiene todo esto? En lo básico, el sentido es evitar que los presidentes y quienes cumplen funciones públicas se enriquezcan a costa del interés nacional y haciendo uso torcido de sus cargos. La ley, efectivamente, puede ayudar mucho a la hora de demarcar fronteras y evitar conflictos. Pero estas cosas al final implican una gran cuota de confianza ciudadana. Sin confianza, que es el insumo básico de la política, mejor ni hablar. Y la gente, al menos por lo que se escucha y por lo que se ve, pareciera no andar tan perdida. Sabe que el tema es importante. Sabe que si Piñera quiere volver a La Moneda no es para hacerse más rico. Y también sabe que no fue en su gobierno donde más tráfico y conflicto hubo con la parentela presidencial.

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