Se viaja para ganar




Hay dos cosas en la vida que realmente me ponen de muy mal genio. Cosas imperdonables, infames, alevosas, propias de rufianes y traidores. Partamos por esa costumbre digna de subnormales, arrogantes y egoístas, que significa rayar los edificios de buena parte de la ciudad o los vagones de metro despreciando la convivencia, la cultura y los bienes públicos. O sea, al resto de la gente. ¿Ha visto idiotez mayor? ¿Habrá un signo más nítido de decadencia? Esa idea de fondo, propia de fascistas ("merezco dejar mi marca, aunque no haya aportado nada a la comunidad, y lo haré causando daño"), para algunos sólo puede ser corregida con educación y no con castigo.

Discrepo. Primero, porque la ley está para cumplirse y para defender al débil... en este caso el que no responde la agresión física, ya que eso y no otra cosa son los rayados. Y segundo, porque es un hecho que la mayor parte de los delincuentes que agreden a la ciudad de su excremento visual, no son precisamente analfabetos.

Ya fueron educados, ya pasaron por el colegio y la universidad. Más que carentes, son abusadores. Solicito, pues, un mayor cuidado de autoridades y ciudadanos, una acción más resuelta, para frenar al rayador infame… que no tiene nada que ver con el verdadero grafitero, que jamás pintaría sobre el mármol, los edificios históricos o las piedras centenarias.

Eso por un lado. Por el otro, y aquí entramos al terreno del sagrado futebol, siempre he sentido una gran distancia y desprecio hacia cualquier tipo de racismo bobalicón o de nacionalismo pueril (valga la redundancia). A cualquier aparición, para que se entienda bien, de los demonios supremacistas. Pues bien, la visita de un equipo de jugadores de Burkina Faso -porque no era, como se dijo en un comienzo, su selección- para jugar anoche frente a Chile, generó, una vez más y como era predecible, todo tipo de chistecitos y comentarios cargados de incultura y torpeza. Y eso, claro, da vergüenza. Ajena, porque al menos yo no creo formar parte de la misma patria que esa gentuza. Habrá que trabajar mucho, de todos modos, para sacar de una vez por todas esa brutalidad de nuestros estadios, nuestros colegios, nuestros salones o nuestros bares.

A propósito: hoy mismo, mientras usted lee esto, ya vamos viajando con Mega, como canal oficial de la selección chilena, rumbo a Rusia para transmitir la Copa Confederaciones. Y, antes de eso, los amistosos de los días 9 y 13 de junio ante Rusia y Rumania. Ojalá el gran contingente de hinchas nacionales que llegue por esos pagos -se calcula que podrían ser unos 20 mil- sepa comportarse con educación. No estamos para nuevos bochornos como los vividos en el Mundial de Brasil o en el estadio de Corinthians.

¿El objetivo deportivo? No puede ser otro que ganar el torneo. No sólo por la calidad futbolística de quienes defenderán una vez más a la Roja, sino porque este tipo de compromisos se juegan sólo para ganarlos. O al menos intentarlo. No hemos estado ni vamos a estar muchas veces más en condición de clasificar a una Copa Confederaciones, por ende hay que tomársela muy en serio. Mucho más que el resto.

No es un lugar para probar jugadores, sacar cuentas o promover recambios. Ya varios cometieron el error de pedir aquello en la pasada Copa Centenario: menos mal que nadie los escuchó y Chile terminó jugando con lo mejor que tenía y ganando un nuevo torneo. Igual que en Nanning, para la pasada China Cup (¿será ésta, a propósito, la cuarta copa en línea?). Para países como nosotros, los objetivos son claros. Este 2017 hay que tratar de ganar la Copa Confederaciones y clasificar al próximo Mundial. Punto. Y para eso hay que jugar con los mejores. El descanso o la renovación, que vendrá quizás cuándo, no son tema en estos últimos capítulos del año.

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