El supremo arte de la fuga




JORGE es un chileno que vive en Nueva York. Un día va a ver un documenlal y observa la estatua de un neurólogo portugués, Nobel de Medicina, Egas Moniz, que le queda grabada en la retina. La imagen -terminará admitiéndolo- es la misma que le mostró su padre antes de morir en un parque de Nuñoa que no sabe identificar muy bien, y de ahí en adelante esto se convierte en una búsqueda compulsiva de ese monumento perdido en su memoria y también en la ciudad.

El rastreador de estatuas es una cinta de registro discursivo poco habitual. No es un documental, tampoco una película de ficción y se ajusta más bien a lo que la crítica ha terminado llamando el cine-ensayo. Son obras muy personales, de mucha mirada y bastante voz en off, donde importa probablemente más el camino que la meta y donde su autor inscribe sus opiniones o puntos de vista sobre los temas que le preocupan. No hay muchos ejemplos en Chile, pero recuerdo Locaciones de Alberto Fuguet, la cinta que filmó en Tulsa sobre La ley de la calle. En el caso de este estreno reciente de la sala Radicales, los temas son varios: la memoria, la ciudad, la figura del padre, la identidad, el tiempo como árbitro final de la épica, los combates, penurias y la experiencia humana.

La cinta, dirigida por Jerónimo Rodríguez, un abogado que se fue a vivir hace algunos años a Nueva York, que ejerció allá la crítica de cine, que ha colaborado con Alejandro Fernández Almendras en el guión de sus películas y que ahora está de vuelta en Santiago, bien podría ser un gran tributo al arte de la fuga. La búsqueda de una estatua en particular se desvía a varios otros monumentos de  Santiago o de Brooklyn, que es donde reside el protagonista. Así la búsqueda se topa con un cura polaco que encabezó una parroquia neoyorquina, con el busto de Pushkin que está en los jardines de la Biblioteca Nacional, con Allende, con la memoria chilena de la Unión Soviética a través del partido que se jugó en 1962 y del que no se jugó en 1974 y, ya que estamos en el fútbol, con la figura del jugador argentino Carlo Sivori, con lo poco que queda de su leyenda en Rosario, Argentina, que es de donde salió, con los misterios del cerebro que Egas Moniz quiso desentrañar y con 100 derivadas que lo mismo alejan o acercan la obra a su propósito central: encontrar una estatua en Ñuñoa.

Realización emotiva e inspirada como pocas, El rastreador de estatuas es una joya en términos de elusión. El cine, el viejo arte de lo que se muestra, esta vez está al servicio de lo que se oculta. Ignacio Agüero decía esta semana que la cinta no solo se iba por las ramas sino que era pura rama. Es cierto. También es puro déficit atencional. Vemos lo que nos desvía y no vemos de lo que trata. La cinta tiene una lógica tan delirante que siempre nos está sacando de una cosa y llevándonos a otra aún más tangencial. Nada muy distinto al ejercicio de surfear por internet. Lo importante queda afuera y lo anecdótico adentro. Ni siquiera hay lugar en la pantalla para el protagonista, que nunca vemos y parece haberse ido de los lugares donde estuvo. El tema de fondo de este trabajo -el reencuentro con el padre muerto- nunca se plantea como tal y sin embargo nunca deja de estar ahí, con una contención y pudor que es admirable. No nos perdamos: siendo una cinta desparramada, El rastreador de estatuas tiene en su interior un discurso riguroso que en definitiva cierra perfectamente; a primera vista todo sobra pero en el fondo nada falta. Y siendo una película en apariencias lejana y fría, contiene sin embargo imágenes muy conmovedoras.

Soledad, tiempo, memoria, vacío. Estos son los conceptos donde se juegan estas imágenes. La cinta dura solo 71 minutos y, claro, es chica, experimental y distinta. Pero eso no la hace menos poderosa o inspirada. Es notable.

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