Tiberio en Santiago




El médico y pensador español Gregorio Marañón presentó, hace casi 80 años, una figura que por entonces no estaba tan bien delineada en la psicología política: la del dirigente resentido, que se siente hondamente ofendido por sus adversarios y muchas veces por sus propios partidarios. No es el Ricardo III de Shakespeare, despreciado por su deformidad física, que responde sembrando el odio. No, el personaje de Marañón es más silencioso, más taimado; sólo le importa que su sucesor sea mucho más malo, de modo que su legado brille sin sombra. Es Tiberio, el emperador romano que alguna vez tuvo el cariño de su pueblo, y que ahora dejará su trono a Calígula.

El resentimiento de Tiberio no se expresa en la eliminación de sus enemigos políticos, sino en la idea personalista de que no hay, entre sus aliados, nadie que lo pueda hacer mejor que él; y en realidad, que no lo debe haber, porque en ese caso la historia lo olvidará. La mente de Tiberio es un laberinto muy complejo, aunque siempre llega a un mismo punto: su propia grandeza.

No hay un Tiberio ni un Calígula en el panorama político local, ni es Chile nada que se parezca al Imperio Romano. Pero mirando el estado de los liderazgos, es lícito preguntarse cómo es posible que una democracia que ha hecho aspavientos de su madurez se desenvuelva con la alternancia, no tanto entre dos modelos políticos, sino entre dos personas; y, si las cosas ocurren como parecen, dos personas que para el 2022 habrán ocupado 16 años de la vida del país. Las generaciones futuras podrán preguntarse, con razón: ¿No había nadie más?

Y los más agudos podrían agregar una segunda pregunta: ¿Ninguno dejó herederos? No hay respuesta final: uno de los dos, Sebastián Piñera, podría tener una segunda oportunidad. Pero en los dos casos, aquellos que hicieron el esfuerzo -por lo menos, más notoriamente- cayeron fulminados, sin recibir gran socorro de sus respectivos tutores: Rodrigo Hinzpeter, con Piñera, y Rodrigo Peñailillo, con Michelle Bachelet.

Los estudiantes del futuro también podrían agregar otras interrogantes. Por ejemplo, ¿cómo pudo ocurrir semejante cosa si los primeros gobiernos de esas personas no fueron en absoluto brillantes? Por entusiasta que sea la valoración de los dos cuatrienios, no participarían ni formarían una "edad dorada" de Chile, y siempre estarán rodeados de explicaciones sobre lo que se quiso y no se pudo hacer. Está bien: tampoco fueron períodos desastrosos. De hecho, nada terrible ocurrió después de ambos. Es sólo que no justifican que el país haya roto su tradición de no reelegir presidentes.

El segundo período de la Presidenta Bachelet está terminando de una forma cada vez más confrontacional. Es como si toda la energía de la que carece la competencia presidencial -¿alguien se acuerda de que hay elecciones en ocho semanas más?- se hubiese trasladado a una especie de competencia solitaria del gobierno contra una amplia gama de contradictores: los ministros del equipo económico, echados o renunciados -da lo mismo- por hondos desacuerdos con la Presidenta; la oposición, que acusa a La Moneda de incitar al odio, y hasta los evangélicos, que se dividen entre los que creen que su tedeum estuvo un poco pasado de rosca y los que opinan que el gobierno ha montado una operación de desprestigio.

Los evangélicos pueden haber sido más hostiles, o menos, pero nadie en su sano juicio podría esperar que no hiciesen referencia alguna a la despenalización del aborto -promulgándose casi en las mismas horas- y a la ley de matrimonio igualitario, proyectos contra los cuales se han quedado afónicos. Tampoco nadie podría censurar su derecho a gritar.

Otra cosa es que su opinión sea minoritaria, como lo demuestra el solo hecho de que al menos el primero de esos proyectos fue aprobado en el Parlamento y refrendado en el Tribunal Constitucional. Sin embargo, hay una manera prudente, amistosa, tranquila, de ejercer la mayoría, y hay una manera camorrera y vociferante. Una de las paradojas del comportamiento político es que la manera camorrera tiende a predominar cuando la minoría es más grande, como si el triunfo dificultoso y circunstancial de una determinada idea hiciera necesario rematar al derrotado.

Esta es una cuestión central, tanto del actual gobierno como de la coalición que lo ha sustentado. Ambos nacieron con una cierta obsesión por la mayoría -y le pusieron un nombre que es como un esfuerzo por crear una realidad-, derivada del hecho de que la centroizquierda se sintió en el pasado como la dueña evidente de la moral, de la verdad y de la democracia. Haber perdido esas propiedades a manos de Piñera en la catastrófica elección de 2009 le pareció tan antinatural, que tuvo que reponer a la fuerza la idea de mayoría (pero "nueva", no de continuidad, sin historia), como si eso le proporcionase la energía para funcionar, como si fuese una condición, no ya de su legitimidad, sino de su voluntad.

Esta idea venía acompañada de otra: ejercicio efectivo de la mayoría, imposición de los votos, no a las negociaciones, fuera los consensos, nada con los acuerdos. Negociación se parece a negocio, transacción tiene olor a lucro. Las palabras están contaminadas, no por hechos objetivos, sino por los líquidos con que algunos las riegan.

El gran reproche que desde la izquierda se le hizo siempre a la Concertación fue no ejercer de manera enérgica los dos o tres votitos de diferencia que podía obtener en un proyecto cualquiera. Y, sobre todo, no pasar la aplanadora sobre ese 44% minoritario que obtuvo Pinochet en 1988. Ese reproche es tan extenso, que funda la idea de que la Concertación se limitó a administrar la "herencia de la dictadura", como ha dicho el PC, en vez de ejercer su mayoría (en la que, también hay que decirlo, no participaba el PC).

El caso es que de nuevo esta mayoría inventada se ha licuado, ya no por el resultado electoral -que está por ver-se-, sino porque se partió en pedazos. Y entonces el gobierno, desprovisto de ese ropaje inicial, contempla el panorama con amargura, con reproche, y despacha proyectos que, aunque no lo sean, parecen provocaciones sólo por el contexto de final de fiesta en que se presentan. Los hechos no dan para decir que es un gobierno camorrero, pero sí que está enojado. Con un aire de resentimiento.

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