Un mundo inflable




Tengo una colección de revistas políticas de los 80. De vez en cuando las reviso. Un día buscaba un artículo en particular y me di cuenta de algo: rara vez había una mujer entrevistada. Cuando aparecía una, por lo general era en calidad de víctima de la represión, pobladora o pariente de alguien ya muerto. Las mujeres relataban su biografía, su sufrimiento; los hombres, en cambio, daban discursos sobre cómo era la realidad y qué debíamos esperar de ella. Son páginas y páginas de varones dando su diagnóstico del país y del mundo. Políticos en el exilio, obispos gordos, militares sarcásticos, economistas de traje, artistas de pelo largo, punkies de bototos, sociólogos rotundos y dirigentes vecinales aguerridos.

En ocasiones, cuando en alguna de esas publicaciones aparecía una mujer dando un punto de vista sobre algún tema que iba más allá de su propia biografía, lo usual era que un tercio de la nota fuera destinada a explicar cómo se las arreglaba con su vida familiar. Las mujeres eran criaturas que debían ser puestas en contexto, detallando primero sus planes de matrimonio, si estaban solteras, o el nombre del marido, en el caso de ser casadas. Convenía añadir también el número de hijos y su relación con la empleada de la casa. Las mujeres debían ser explicadas, como se explica un rito extranjero o una conducta minoritaria que parece sospechosa: son de tal modo, se las debe tratar de tal forma, se parecen a esto, funcionan como esto otro. Las mujeres en esa época eran las tres modelos del Festival de la Una -la rubia, la morena y la trigueña- que jamás hablaban y cuya participación en el programa se limitaba a probar una cucharadita de Salsital y poner cara de máximo disfrute; la experta en infancia que enseñaba cómo educar a la prole en Almorzando en el 13; la profesora jefe que llamaba al apoderado en el caso de que la niña jugara con autitos y no con muñecas; las señoras de la Junta de Gobierno que reclamaban si en la teleserie el personaje de la mujer separada parecía demasiado feliz. Así era el pasado, pero para muchas personas así es el presente.

El revuelo causado por el insólito regalo que le dieron los empresarios de Asexma al ministro de Economía es, antes que nada, el síntoma de que esa manera de ver el mundo -la de esas revistas, la de otras décadas- sobrevive a pesar de los cambios. Está en los directorios empresariales y en los miles de votos que eligieron a Morandé con Compañía como mejor programa nocturno del año. Está en los cuarteles y en los seminarios; en los colegios y liceos; en las facultades de ciencia, en las de economía y humanidades. Es una cultura que se sostiene por la costumbre, por el hábito, por los privilegios, la flojera, la ignorancia y las leyes. La gran diferencia con otra época es que ahora lo notamos, aparece ante nuestros ojos como una mueca grotesca, que nos retrata como un pueblo primitivo que busca el disfrute en la vulgaridad y exhibe su poder a costa del débil. El contraste con otro tiempo es que ahora llegamos a darnos cuenta de que ese gesto -el burdo regalo de Asexma- nos refleja como lo que no querríamos ser, pero seguimos siendo.

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