En Conciertos de Culto revisamos música en directo disponible en YouTube, el repositorio casi infinito de momentos y emociones con horas y horas de conciertos de todas las épocas y estilos. Una selección del periodista Felipe Retamal Navarro.
Esto es el rock, camarada
Como en otros momentos de la historia, apenas las barreras comienzan a ceder, pronto los mercaderes y aquellos aventureros con el olfato más agudo buscan oportunidades de expansión. Como Colón o Marco Polo en otros tiempos, a comienzos de los noventas los promotores de conciertos, comprendieron que esa masa jóvenes soviéticos que poco a poco probaban bocados de capitalismo en tiempos de glasnost y perestroika, eran un buen público para llevarles la palabra del rock.
Fue en el ingente descampado del aeródromo Túshino, donde Metallica, la banda que podía reclamar con justicia el título de ser la más grande del planeta, se subió a un escenario para contemplar una marea humana de 500.000 personas -aunque otros calculan sobre el millón- que acababa casi en la puesta del sol. Los soviéticos, acostumbrados a lo grandioso, a ser el país más extenso del planeta, asistieron ese día a un festival cuyo nombre resumía su espíritu excesivo: Monsters of Rock.
Era el 28 de septiembre de 1991. Los cordones de militares rodearon el recinto. Los helicópteros sobrevolaban el campo. Los muchachos, sudados, agitados, ganosos, se entregaron al headbanging, como poseídos de un nuevo estilo de baile que les llegaba con la apertura cultural. Pero más bien, parecía un desahogo frente al colapso de una nación ocurriendo en sus narices. El ambiente estaba tirante como un cordel a punto de partirse.
Poco más de un mes antes, una facción más conservadora de los comunistas, aquellos descontentos con el carácter liberalizador de las reformas de Gorbachov, intentó un golpe de estado contra el gobierno. No resultó. Pero asestó un puñetazo definitivo a la ya minada credibilidad del PCUS. En Berlín el muro ya era un triste recuerdo. En la URSS, las barreras mentales eran desafiadas por una generación ávida de rock and roll. Porque si hubo un lugar en el mundo en que el rock fue verdaderamente peligroso, era precisamente ese.
No es que los jóvenes soviéticos no conocieran los grandes festivales. De hecho, los ochentas serán la era dorada para el incipiente rock ruso con nombres como Kinó, Alisa, DDT, entre otros. De la prohibición de los sesentas -por ser considerado pernicioso- y el contrabando de discos de los Beatles, en 1981 se abrió un primer bar de rock en San Petesburgo. Las bandas locales poco a poco se organizaron para levantar eventos locales. Pero en la televisión y las radios, ni hablar. La perestroika hasta permitió el surgimiento de la crítica especializada. Y occidente, pronto comprendió que en ese país de caligrafía intrincada, escritores venerables y poderosa tradición musical, había una posibilidad de expansión.
Poco a poco, en pasos cortos pero firmes, el gran mercado del rock comenzó a expandirse en la tierra de Tchaikovsky. Presentaciones de bandas como Uriah Heep en 1987, Scorpions en 1988 y el Moscow Music Peace Festival en 1989, fueron los pies de playa. Pero en 1991 era el momento del encuentro frontal. Esa noche apenas Metallica arrancó con el riff de “Enter Sandman”, el público, sediento de rock, rugió como un tigre de las estepas siberianas.
Aunque por el escenario ya habían pasado DDT (con incidentes que estuvieron a punto de cancelar la jornada), Pantera y unos debutantes The Black Crowes, el público quería más. Las filas de militares y policías apostados por el gobierno para controlar cualquier manifestación, parecían monigotes frente a una juventud, que puño en alto -como antaño lo hicieron sus abuelos al cantar “La Internacional”- seguían “Creeping Death”. Con furia gritan “Die”, siguiendo a Hetfield. Están anunciando el final de una era. En un plano, aparece, colada, una bandera de Estados Unidos.
Metallica llega a Moscú como una aceitada máquina de estadios. La gira del Monsters of Rock ya se había presentado en Dortmund, Barcelona, Graz, Basilea, Hannover y otras ciudades europeas, en la previa al tour mundial de poco más de un año en que el grupo tocará su Black Album, lanzado en agosto. El set de esos días es demoledor. Pasan clásicos como “Seek & Destroy”, “Fade to Black”, “For Whom the Bell Tolls”, “One”, “Harvester of Sorrow”, y un par de singles del nuevo disco como “Sad But True” y la mencionada “Sandman”.
Mientras un militar tapa la cámara con su mano, otro ya se quitó la gorra y sigue el concierto encimado sobre los hombros de alguien. Los policías respondieron los empujones y a los grupos de mosh a lumazos. En el escenario, Hetfield cantaba “Mi vida se sofoca/ plantando semillas de odio”.
Luego sonó una versión más breve de “Master of Puppets” -cercenada de su larga sección intermedia-, porque claro, a esa alturas, Metallica estaban aburridos de la épica, de las canciones de aire progresivo que desarrollaron desde los días de Ride the Lightning. En esos días deseaban ir al grano con temas de formato más radiable y compacto, sin perder la pegada. Además, como reconocerían más tarde, habían temas de ...And Justice for All, tan complejos, que tocarlos les resultaba fatigoso. Con soportar la tensión de las giras, ya era bastante. “Obey your master/ your life burns faster”, canta Hetfield a una juventud cansada, precisamente, de obedecer.
El bajista Jason Newsted, que por entonces toca unos modelos signature diseñados para él por la marca Stuart Spector, toma el micrófono para cantar “Seek & Destroy”. También lo hace en parte de la sección final de “Creeping Death” y apoya a Hetfield en “Wiplash”. Es carismático y a menudo es quien se ocupa del contacto con los siempre demandantes fans. Luce una polera del grupo, como si se ofreciera la fantasía de que cualquier fan, algún día, podría tocar en la banda.
La noche yace sobre Moscú. Los shows de Metallica incluyen una sección de solos de guitarra a cargo de Kirk Hammett. Esta supone una pausa de descanso para el resto, pero se muestra con la pirotecnia que alimenta la fantasía del guitar hero, tan bien ofertada por el metal. Hammet, con expresión serena, hace gala de su habilidad con los licks lanzados a alta velocidad, arpegios, sweep picking, y estiradas sazonadas con el wah wah, mientras sus rulos se mueven a tiempo acompasado. Jason también tendrá sus momentos. Un chico del público juega con sus manos haciendo un show personal de air guitar.
La sección más quieta de “One” aporta un instante de calma. Un recordatorio de la capacidad del grupo de conectar con otras sonoridades y ampliar su posibilidad sonora. Porque para entonces, Metallica se concentraba en transformarse en una maquinaria transversal. En el cruce más efectivo del mainstream con el rock que por esos días vivía un revival de la mano de una nueva generación, con varios de sus músicos inspirados precisamente en los primeras oleadas del metal o el hard rock setentero.
Para el final, los jóvenes soviéticos -que a esa hora también esperan a AC/DC-, ganan un ventarrón de rock duro con los covers “Last Caress” (precedida de un guiño a “Back in Black”), y “Am I Evil?”, que solían tocar en vivo. El remate es “Battery” que acaba con Hammett lanzando su guitarra al aire. El público les aplaude. Los profetas del rock les han mostrado la palabra revelada. Será parte de la banda sonora cuando el imperio soviético se derrumbe definitivamente poco tiempo después. Su vida, se quemó rápido.