Pablo Azócar, escritor: “¡Tal vez me morí y no me había dado cuenta!”

Después de una tregua narrativa de veinticinco años, Pablo Azócar irrumpe con El silencio del mundo (Tusquets Editores), novela difícil de clasificar, de amor y de cautela, de dolores, risas, intensidades, reflexión, músicas, esperas, y muchas preguntas sin respuesta. Un Santiago vertiginoso de estallido social y de pandemia enmarca la relación entre una mujer mayor y un estudiante, y allí se despliega a gusto la pluma de Azócar “como una criatura peligrosa”, acaso un reflejo del amor que le profesa a las palabras.


-Elisa, la protagonista, una persona que pone sus ideas y recuerdos en el papel, lleva un orden, un mundo muy tranquilo, que de pronto se estremece y se sacude.

Elisa vive bastante sola y agazapada entre sus miles de libros como si se tratara de una trinchera. Se ha construido graníticamente a sí misma en torno a ellos. “Vivo rodeada de muchísima gente, pero es gente que aparece en los libros”, le dice a Diego, casi a modo de presentación. En alguna parte de la novela, ella recuerda algo que dijo Pier Paolo Pasolini: “El mundo cambia eterna e inagotablemente, pero una vez cada varios milenios ser produce el fin del mundo”. Creo que esta frase, que leí citada por la psicóloga Constanza Michelson, sintetiza en muchos sentidos lo que Elisa está experimentando. Primero viene el estallido social y ella se siente muy vulnerable, precaria, a ratos aterrorizada. Luego, casi de inmediato, sin respiro, llega la pandemia, con toda su carga de provisionalidad y de muerte. Y como si no bastara, en su vida ha irrumpido Diego, y con él un apego y un sentimiento que la excede, que no tiene cómo domesticar, porque no está preparada. Su emoción es de fin de mundo.

-”Una conjunción insólita de acontecimientos me estaba arrancando de cuajo de esa especie de paz”, dice Elisa. Habla de una “jubilación emocional” amenazada.

-La escritora Milena Busquets dice en uno de sus libros algo más o menos así: “La vejez comienza en el segundo exacto y preciso en que renuncias a seducir”. Así se siente Elisa: no una vieja, para nada, pero sí una jubilada emocional. Cree haberse liberado de los asedios del amor y de las emociones fuertes. Hasta que asoma Diego, claro, que además tiene muchos años menos que ella. Diego aparece para recordarle que la vida continúa, y que la vida es díscola y caprichosa, poco tiene de la lealtad y la mansedumbre de los libros.

-Además, Elisa es durísima consigo misma. Y con los demás. No se permite ni siquiera expresar su amor. ¿Es el amor un asunto muy peligroso?

-Frente al sentimiento amoroso, frente a las atolondradas emociones que precipita, te encuentras de golpe en la soledad más completa. No tienes a quién pedirle ayuda, porque la contraparte amorosa es único interlocutor posible, pero al mismo tiempo es la amenaza, el “enemigo”. Qué desamparo el del amor, Dios mío, como exclamaba el poeta Gonzalo Rojas, que tan bien supo hablar sobre eso que es tan inefable, eso que está más allá del lenguaje. La primera vez que dices algo sobre el amor y sus vericuetos puede resultar original o novedoso, pero cuando lo repites ya se ha convertido en lugar común o en algo cursi. Elisa tiene mucha conciencia del lenguaje, y tiene miedo. Y entonces calla.

-La literatura como armadura. Incluso frente a la tragedia Elisa se da el gusto de recurrir y parafrasear a Violeta Parra para maldecir. ¿Es la literatura un recurso, un refugio, un peso?

-Sin ánimo de confesiones lacrimosas, puedo decir que viví la adolescencia aplastado por una tristeza terrible, terminal, lleno de pensamientos suicidas, siempre al borde de un coma depresivo, y cuando entré a la universidad y descubrí los libros, de algún modo me salvé en ellos. Porque podía abandonar por un rato mis propias miserias y vivir muchas otras vidas, todas las que quisiera. Me asombró descubrir que estaban todos esos miles de libros y esas vidas allí, ¡esperando por mí! Después me eché a viajar y me impresionó que en Europa hubiera tanta gente leyendo en todas partes, en los buses, en los vagones, en los parques. Cuando un lector ve leyendo a otro tiene la percepción subjetiva de que algo lo hermana con él.

-En un escenario exterior de insurgencia, imprevisible, en Elisa es el miedo y no el arrojo el sentimiento dominante. Ella habla de los miedos heredados.

-Cuando Elisa tenía diez años, durante la dictadura, vio cómo los militares una noche se llevaban arrastrando a culatazos a su padre. Cuando se produce el estallido social han pasado varias décadas, pero ella se encierra aterrorizada en el baño y revive aquel episodio del padre una y otra vez. Dicho de otra manera: el abuelo de Antígona comete un crimen y eso tiene consecuencias atroces en su hijo Edipo, y más tarde en la propia Antígona y sus hermanos, los nietos, y así sucesivamente. Como en las maldiciones bíblicas, que van atravesando las generaciones. Cuando sucede algo muy fuerte al interior de una familia, resulta casi imposible que ese episodio no tenga secuelas en los hijos y muchas veces en los nietos. Por eso la psiquiatría ha empezado a preocuparse desde hace un buen rato de eso que algunos llaman “constelaciones familiares”. Todos somos herederos de nuestra historia, no hay manera de escabullirla. El asunto es saber qué hacemos con ello.

-¿Qué desafíos “técnicos” le propuso esta novela?

-Primero, ponerme en la piel de una mujer, un desafío que afronté “prestándole” mi propia voz a Elisa, haciéndola expresarse como me expresaría yo, aunque con ciertos matices por rasgos de carácter o de situación que son propios de ella. Luego, el trabajo de las elipsis, de las omisiones deliberadas, con la idea de que el lector las construyera o imaginara por su cuenta. También debí pensar mucho cómo hacer que el estallido social y la pandemia sucedieran todavía más pegados de lo que fueron en la realidad, uno encima del otro. Otro elemento que me parece central es el juego de ir acelerando y lentificando el texto, calentando o enfriando la prosa, cortando o alargando el fraseo, según el momento dramático. Para mí es importante, en este sentido, la conciencia de que los tiempos narrativos no son lo mismo que los tiempos de la realidad. Por último, mencionaría lo importante que es para mí el trabajo de las emociones, detectar en qué momento hay que intensificar la carga dramática. No le hago asco al melodrama, porque la vida misma suele ser melodramática.

-Pareciera que Elisa se preocupa de cuidar su independencia con todas sus fuerzas. Incluso en algún momento celebra la ausencia de Diego. “Como cambia este lugar sin tu presencia, cuánto aire hay en todas partes”.

-Pienso en la canción de George Moustaki, Mi libertad, cuando dice que una noche de diciembre traiciona su atesorada libertad “por una prisión y su hermoso carcelero”. Esa es la amenaza que percibe Elisa, y las emociones contradictorias que pugnan dentro suyo. Le repugna sentir que está “esperando” que Diego vuelva, siente que está traicionando todo lo que ella ha sido. Anhelar, desear, necesitar a otro implica necesariamente una vulnerabilidad, y eso a Elisa no le gusta nada. Sin embargo, al igual que el estallido social, es una tromba que le pasa por arriba porque la vida misma acaba una y otra vez pasándote por arriba.

-Elisa desliza una crítica a Diego, “querías cambiarlo todo porque no sabías que hacer contigo mismo”. ¿Qué tan perdido estaba Diego? ¿Los indignados están indignados en primer lugar consigo mismos?

-El extravío de Diego es su responsabilidad, pero no es su culpa. Le tocó nacer en un siglo XXI sin certezas de ningún tipo, casi, ¡qué difícil la tienen los jóvenes de hoy! Han caído en un mundo plagado de incertidumbres valóricas, existenciales, laborales, afectivas, un mundo solipsista, extremadamente individualista y salvaje, donde la propia idea de la democracia está tensionada por todos lados. Un mundo donde la política a menudo está plagada de líderes mediocres, simplones o ignorantes, con relaciones políticas o económicas de pura fuerza, muchas veces abyectas o risibles. Un mundo en que la democracia muchas veces es un simulacro, un gran circo.

-¿No estará exagerando?

-Puede ser. Lo que quiero expresar con esto es el mundo de soledad, tan poco colectivo, tan poco empático o solidario, tan escaso de referentes o valores donde apoyarse, que les toca a Diego y a los jóvenes de su edad. Estoy pensando también, claro, en mi hija, que tiene veinte años. Ellos enfrentan un mundo de desamparo y de incertidumbres brutales, muchísimo más grandes que las que le tocaron a mi generación. Claro, a mi generación le tocó crecer en una dictadura implacable, con todo lo que eso significa, pero a la vez, paradójicamente, tener a Pinochet al frente para muchos articulaba un tipo de sentido, una cierta épica posible.

-La música es un tema que arrulla la novela. Elisa se sirve de Miles Davis, Anouar Brahem, Violeta Parra, Jacques Brel, no solo para el goce, sino como sustento a su propia experiencia. Recuerdo que en su novela Natalia hay un capítulo dedicado únicamente a Beethoven. ¿Cómo es, cómo ha sido su relación con la música?

-Tuve un destino de músico frustrado. Estudié desde muy niño en el Conservatorio y tenía ciertas condiciones y todo parecía llevarme a un destino en la música. Mi padre era un gran melómano, y nos dejó a todos los hermanos ese legado, pero era también muy feroz, un poco como el padre de Kafka. Para él, tenías que ser Mozart o mejor te dedicabas a otra cosa. Mirando el fenómeno desde la metáfora, y no necesariamente desde una realidad que no hay cómo conocer, fíjate que yo me hubiera sentido feliz siendo Salieri, un tipo que es pintado siempre como un resentido y un frustrado porque no podía ser Mozart, pero yo me digo que Salieri era un músico de primerísimo orden, y además un artista con una sensibilidad exquisita que le permitía apreciar a Mozart como muy pocos y darse cuenta de sus propias limitaciones. Pero no soporté la presión de mi padre y ejercí a los 13 años la rebelión más estúpida de mi vida cuando le dije que no volvería a tocar y le devolví la flauta traversa.

-Azócar, el músico que no fue.

-Esa rémora me va a acompañar por del resto de la vida. Hace algo más de diez años, cuando publiqué poesía, me atreví a subirme al escenario del Jazz Corner a recitar poemas junto al grupo del gran Cristián Cuturrufo, y durante un rato tuve la percepción subjetiva de que yo era un músico más, imagínate, Cuturrufo tocaba la trompeta y luego me daba un pase para que interviniera yo. Siempre me produce una mezcla de nostalgia, admiración y envidia cuando miro las caras de felicidad de los músicos cuando tocan jazz y todo está fluyendo. Eso sí, cuando me acuerdo de Cuturrufo me dan ganas de llorar, porque Cuturrufo ya no está. El ejercicio de la literatura es solitario, lento, muy trabajoso, casi siempre condenado a la insatisfacción. Yo sé que los músicos de jazz también deben trabajar mucho, pero cuando están arriba es puro placer.

-En los días de violencia en que sucede la historia, presa de sus emociones, a Elisa le cuesta trabajar. ¿Es posible la literatura con una vida apagada?

-Nada indica que haya que tener un vida loca o muy agitada, como Hemingway o Henry Miller, para hacer buena literatura. Hay ejemplos clásicos, como Kafka, Pessoa o Robert Walser, que llevaron vidas relativamente rutinarias o grises, a veces burocráticas, y ello no impidió que hicieran una literatura maravillosa y, si se quiere, llena de locura. Luego está papá Borges, claro, que nunca salió de su biblioteca, pero viajó como nadie por el tiempo y por el espacio.

-La literatura, en concreto la lectura de Virginia Woolf, hizo de puente entre Diego y Elisa, les permitió “conversar con un sentimiento muy cercano sobre muchas cosas”. ¿Habría resultado el romance sin literatura?

-Con el paso de los años, a medida que otros placeres van decreciendo o evaporándose, a medida que la vida te muestra con crueldad la imposibilidad de muchas cosas, crece el valor de la literatura. Cuando una persona se instala en la lectura, empieza a vivir esencialmente a través de las palabras. Casi todas mis relaciones son o se han ido tornando fundamentalmente literarias. No hay manera de soslayar una cierta intoxicación de palabras y más palabras, como les sucede a Diego y Elisa.

-En la novela hay una escena muy emotiva, una noche que Diego pasa en la Posta Central, esperando la operación de su amigo Lucho. Mientras eso sucede, Elisa está deseando saber dónde se ha metido Diego. Da la impresión de que todos se pierden en la novela, incluso el gato, todos entran y desaparecen. Incluso Elisa, que se va a Tongoy sin avisar y apaga el celular.

-Pienso en el libro Los amores difíciles, de Italo Calvino, historias de amor entre personas que se desencuentran, pero para Calvino ese desencuentro es el crisol donde decanta toda relación amorosa. El amor es placer y lúbrica intensidad, pero también es ausencia, conflicto, espera, frustración. “La euforia y la felicidad absoluta están a un milímetro del ataque de pánico”, dice Milena Tusquets, no sé si con estas palabras exactas. Por eso las historias de amor y desamor se vienen contando desde el origen de la literatura, la prueba son los clásicos grecolatinos, y por eso las canciones abusan hasta el hartazgo de este tema, como si no existiera ningún otro. ¡Terminen de bombardearnos con canciones de amor!

-De Cartago a Santiago, hay un momento en que todo se está incendiando.

-Elegí la historia de Dido y Eneas porque es la metáfora romántica por excelencia. Cartago y Santiago son como la Alejandría de Lawrence Durrell, el más grande lagar del amor, y de él escapan los enfermos, los solitarios, los profetas, es decir todos los que han sido profundamente heridos en su sexo.

-¿Y en qué está ahora, tantos años después, el autor de Natalia, que algunos llegaron a creer que había muerto?

-Vaya, ¡tal vez me morí y no me había dado cuenta! Suelo ser el último en enterarme de las cosas… Estoy de vuelta en la escritura, con una intensidad que no había conocido nunca antes, y haciendo talleres literarios individuales y clases de literatura en la Universidad Adolfo Ibáñez. En esta universidad tengo el privilegio de participar en un curso anual llamado Core-Literatura, que recorre una quincena de clásicos occidentales, desde Homero y Ovidio hasta Woolf y Borges. Es un viaje alucinante no solo para los alumnos sino también para toda una generación de académicos y profesores.

-El final de la novela es inesperado, ¿no? Casi sin preámbulos.

-Me resisto a hablar del final. Hay una expresión anglófona muy eficaz y muy precisa, “spoiler”, que no tiene una buena traducción en castellano. Digamos, entonces, que prefiero no “espoilear”.

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