El profesor Parra: así eran las clases del antipoeta
Nicanor Parra esperaba sus años en Las Cruces, leyendo sobre Gaddafi, sobre el lenguaje de los niños, viendo TV, recordando sus días de profesor. Por 22 años enseñó literatura a estudiantes de Ingeniería. Esta es la historia de esas clases, publicadas poco antes que cumpliera 97 años.
Libia queda demasiado lejos, pero aún así, Muammar Gaddafi está en sus pensamientos. Nicanor Parra tiene que pelear contra su salud, contra la voluntad de sus hijos que lo quieren de vuelta en Santiago y contra la conciencia de su propia vejez de hombre, que ya no se quiere fotografiar, y aún así se deja tiempo para cultivar obsesiones con dictadores distantes a un suspiro de ser derrocados.
Parra pasa sus días en Las Cruces durmiendo mucho, tomando vitamina C y recibiendo la ayuda de Rosita Avendaño, la nana que hace tiempo le conoce las mañas, como que no le gustan las preguntas, porque las entiende como una forma de interrupción, y que sólo ve televisión abierta.
En ese mundo costero en el que Parra siente que está su vida, donde incluso el lumpen ha aprendido a quererlo y donde el hombre acumula en uno de sus cuadernos todas las frases que se asocian a los viejos -como viejo verde, viejo de mierda y viejo feo-, hay, quizás, sólo una cosa que logra competirles a las preocupaciones que le destina a Libia y a Gaddafi.
Y esa son los niños.
O el lenguaje infantil pre-gramatical, si se quiere, que no es otra cosa que los balbuceos y silabeos de criaturas en estado puro, cuando aún no saben leer ni escribir. Sobre eso estudia y ha llegado a anotar unas 400 frases de niños. Cosas que recuerda, que alguna vez oyó a sus hijos o que le han regalado sus nietos.
Nicanor Parra, a pesar de sus dolencias y de su próximo cumpleaños el 5 de septiembre, sigue anotando todo en grandes libretas, con la misma fiebre que conocieron hace años los pizarrones en Beaucheff, en sus días de profesor. Cuando enseñaba literatura a los aspirantes a ingeniero.
Siempre recuerda sus tiempos de maestro. Reconoce a la academia como uno de sus mundos más cercanos y de larga duración. "Yo he sido profesor toda mi vida", suele decir. Y muestra respeto, casi solemnidad, por las aulas. Cuando va Carlos Peña, rector de la UDP, es una de las pocas oportunidades en las que Parra se pone chaqueta y corbata. Porque está frente a un rector universitario.
-Cuando uno lo visita -dice uno de sus cercanos-, da la sensación de que nunca ha dejado del todo de ser un profesor. Siempre está interrogando, haciendo preguntas, evaluando cuánto sabes. A veces habla en inglés, sólo para saber si el interlocutor lo entiende.
Parra puede estar pensando en el futuro, pero hay algo de ese pasado que dejó hace 17 años que siempre termina volviendo a su mente. Y esos fueron los 22 años, de 1972 a 1994, en que metido dentro de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Chile era el punto intermedio entre los alumnos y una pizarra.
Dos días a la semana, la sala G105 era testigo de la misma secuencia.
Parra aparecía ahí, en el edificio de Geología, nunca antes de las 11.45 ni después de las 11.50, para hacer su clase del mediodía los martes y los jueves. Los cursos, como regla, siempre eran los primeros semestres. En el segundo desaparecía, escapando de la alergia que le provocaban los árboles que rodean a Beaucheff.
Entraba con su bolsón de cuero, cargando 15 libros, saludando a los dos mayordomos del edificio con una voz que cuidadosamente pronunciaba todos los sonidos que cabían en un "hola, buenos días" y sólo se detenía después de cruzar las puertas grandes del Auditorio Humberto Fuenzalida. Allí, en butacas de madera, lo esperaban más de 100 personas.
Parra había llegado a hacer clases de Literatura en Ingeniería de la Universidad de Chile, gracias a la invitación del escritor Cristián Huneeus, quien entre 1972 y 1976 dirigió el Departamento de Estudios Humanísticos (DEH) de esa universidad.
El DEH había nacido en 1964, pero con la llegada de Huneeus habían llegado Parra y también Enrique Lihn, que hizo clases hasta morir en 1988. Los dos, claro, eran los profesores con los electivos humanistas más solicitados y, por eso, Parra siempre pedía la misma sala grande, hasta la que llegaban faunas muy distintas de estudiantes seducidos por un programa de estudios que, provocativamente, parecía una burla a la solemnidad del género de los programas de estudios.
El curso que dictó durante los 80, por ejemplo, tenía por tema La visita del Papa y por objetivo la siguiente frase: "Ver si es lícito esperar que el Papa haga de mediador entre el capitalismo y el socialismo real en vistas a la recuperación del planeta".
La burla, como recuerda hoy Darío Villalón, en un café del centro a un costado de su oficina en Impuestos Internos, a 23 de haber tomado el ramo, seguía con la bibliografía, que incluía la Biblia y encíclicas papales. Pero esas nunca las leyeron.
-De las cosas que se ponían en los programas -dice- nunca se hablaba.
Sí se hablaba de Shakespeare, de Juan Rulfo, de Francisco Bilbao, de Nietzsche, de ecologismo. Se hablaba, básicamente, de lo que tuviera desvelado a Parra en ese minuto. Por eso, cada curso y cada clase eran una suerte de seminario magistral e impredecible que siempre lograba atraer gente a la G105 y que sólo tenía una regla: estaba prohibido fumar.
-En la primera clase -sigue Darío-, lo que me impactó fue eso: que había mucha gente. Hasta en los pasillos. Iba mucha gente por curiosidad.
Pronto, Darío Villalón supo dos cosas. La primera era que mucha gente que llegaba hasta el auditorio no eran alumnos de Ingeniería. A veces, ni siquiera estudiaban en la Universidad de Chile.
Y lo segundo era que, a diferencia de lo que decía el horario, las clases de Parra no terminaban a las 13.30. Para algunos, seguían hasta pasadas las 4.
El cuaderno de Marcelo Porta dice que la clase es de 1988.
Que lo que sigue fue anotado un 12 de abril, cuando Parra todavía no hablaba sobre Rimbaud, Verlaine o Rubén Darío, que serían las clases futuras, sino sobre la teoría de la relatividad y que E=MC2 no era otra cosa que la fórmula del Holocausto.
Porque así partía los ramos.
Anotando en su pizarrón frases como "Educación es la inculcación de lo incomprensible a los idiotas por un incompetente", y ofreciendo desafíos físicos que peñizcaban el ego a la mayoría de los alumnos que habían llegado hasta allá por su amor a las matemáticas. Parra, por joder, anotaba preguntas paradójicas, como ¿cuánto vale la Tierra a dólar el gramo? o ¿qué es la masa?
Parra no tomaba asistencia y la única evaluación que hacía era la entrega de una carpeta que debía incluir textos leídos en clase subrayados, llenos de anotaciones y notas al margen "con estilo juvenil" -como pedía-, un ensayo sobre un tema trabajado en clases y cualquier poema o creación literaria original del alumno. La carpeta, que se entregaba en la última clase, debía tener un índice y cumplir la advertencia del maestro: "Esto no lo va leer nadie". La nota obtenida en ese trabajo se repetía en todos los casilleros de evaluaciones que pedía el acta de la escuela. Parra, enseñando literatura, sólo corregía una vez.
Pese a que con todas esas libertades y flexibilidades varias veces desorientaba a tipos acostumbrados a los rigores y estructura de ramos como Mecánica o Sistemas Dinámicos, Parra ofrecía una salida rápida. Contestar uno de los problemas matemáticos que planteaba al comienzo del ramo, significaba un siete final.
Pero las respuestas a esos problemas imposibles nunca llegaron. El objetivo de estos ejercicios, como diría César Cuadra, estudioso de Parra y el profesor que hoy dicta la única cátedra sobre el antipoeta que imparte el DEH, "era desestructurar la cabeza de estudiantes demasiado estructurados".
Marcelo Porta no sólo fue alumno de Parra en este ramo, en 1988. Cinco años después regresó a la misma clase para registrar con fotografías en blanco y negro cómo se desarrolló el curso ese primer semestre de 1993. Fue cada martes y jueves. Y el resultado de ese trabajo son las imágenes inéditas que acompañan esta crónica.
Allí se ve a Parra moviéndose por toda la sala. Escribiendo frenético en los tres grandes pizarrones pegados en la muralla, que sólo recordaban -a gran escala, claro- a los Artefactos que había publicado en 1972. Parra nunca borraba lo que escribía y dibujaba, y les pedía a sus alumnos que bajaran a leer a la pizarra. No los dejaba regresar a sus asientos hasta que el texto y el énfasis se escucharan bien.
En esa clase, Porta conoció a Darío Villalón y a René Dintrans, que no era estudiante, sino un almacenero que iba a escuchar las clases de Parra y a ser parte de sus almuerzos.
Los cursos universitarios tienen ritos y el de Nicanor Parra no era la excepción. Las clases terminaban a las 13.30 y de ahí seguía una conversación de casi media hora con los alumnos fuera del auditorio, sobre las baldosas amarillas que rodeaban el patio interior del edificio al que Parra entraba por Plaza Ercilla.
El curso podía tener 30, 40 ó 60 inscritos, aunque la asistencia podía llegar fácilmente a 100 personas. Pero Parra nunca llevaba a más de cinco a almorzar a una picada en Vergara 723, a una cuadra de la esquina con Blanco Encalada, donde la clase seguía para un grupo de privilegiados.
El restaurante se llamaba y se sigue llamando Ejército de Chile. Hasta allá, Parra llegaba pidiendo cazuela de ave o el menú casero del día, que hoy sólo cuesta $ 2.000. El hombre, con hambre, cargando sus libros y libretas, se sentaba siempre en un salón que está a la derecha, en una esquina donde hoy no hay nada y el lugar de Parra es ocupado por una silla y una escoba. Luz Cornejo, la dueña, se disculpa diciendo que ahí planean instalar un café. Que por eso no está como debe estar.
Hasta esa esquina Parra se llevaba a los alumnos que usualmente se sentaban en las primeras filas y que no veían en el curso la posibilidad de cumplir ambiciones literarias.
Para sentarse ahí se requería de cierta confianza, como la que consiguieron Marcelo, René y Darío. Era un mundo donde Parra escuchaba y hasta donde acarreaba las obsesiones que cruzaban sus cursos.
-Una vez -dice Darío-, estábamos almorzando, cuando estaba trabajando en Shakespeare. De repente la camarera que atendía le pregunta: "¿Qué quiere comer?". Parra le responde: "¿Qué me ofrece hoy? La señora le dice: "Para usted, mijito, le tengo una sopita". Entonces Parra se queda mirándola como si le hubiesen dicho una cuestión reveladora. Después de un silencio prolongado, habló. Dijo: "Esta señora me acaba de dar la traducción de un verso del Rey Lear".
Jo Piquer, otro alumno que fue invitado a los almuerzos en 1985, recuerda esto: que Parra contaba historias fascinantes sobre su familia. Y que también le interesaban las de los estudiantes.
-Yo le relaté cómo conocí a mi esposa y la relación que teníamos -dice Piquer-. El se reía de mí, porque consideraba ridículo que yo fuera tan fiel. Parra había sido un viejo súper fresco. Me miraba con cara de que me estaba perdiendo lo mejor de mi vida por ser fiel.
Con el tiempo, esos almuerzos fueron dando paso a otras cosas. Como los favores que Parra le pedía a Porta o a Villalón: que le manejaran su Volkswagen y lo fueran a dejar a su casa en La Reina, porque a él ya le costaba mucho. O como la campaña que Darío, René y otros dos más comenzaron para postular a Parra al Nobel en 1993, la cual organizaron bajo una unidad que llamaron Comando Autónomo y en la que empapelaron varias calles de La Reina con afiches que decían PARRA AL NOBEL o con antipoesía de su profesor que aparecía pegada en las panderetas de Avenida Grecia.
Parra, que entonces ya tenía 79, llegaba a 1993 con una suerte de grupo de fieles que se repetían sus cursos año a año, aunque fuera asistiendo como oyentes. Parado frente a la clase con su tiza, él decía que se consideraba un diagramador y que alguien debería preservar esa especie de artefactos murales en que se convertían sus pizarrones. Y eso fue justamente lo que hizo Marcelo Porta con su cámara, tratando de no molestar, con un trípode y a velocidades bajas, hasta que Parra le dijo que le sacara fotos a lo que quisiera.
Eso que Porta consiguió ahí es el único registro de los cursos de Parra, que se extendieron hasta 1994. A su última clase fueron pocas personas y el viejo se despidió con un poema en la pizarra que decía: "Adiós estimados alumnos/a defender los últimos cisnes de cuello negro que van quedando en este país/ a patadas/ a combos/ a lo que venga/ la poesía nos dará las gracias".
Esa clase no terminó en Ejército de Chile, sino que en otra picada, donde, según René Dintrans, Parra había pedido que le tuvieran listo un plato de ciervo.
Dice el almacenero que, mientras comían, el poeta hablaba con voz triste.
Hoy, Parra es un fantasma.
En Beaucheff, al menos, es el polvo que se acumula sobre las cajas de cartón donde se guardan sus actas de clases y que, ahora, Patricia Escobar, la secretaria actual del DEH -que ha sido reducido a la unidad encargada de los cursos de inglés y que en vez de Lihn o Parra ofrece cursos sobre la Filosofía en la Economía- trata de sacar de una bodega donde el material se guarda en algo más parecido a un cementerio que a un museo.
Patricia, que recuerda la convocatoria de sus ramos y las alergias que sólo lo dejaban hacer clases un semestre al año, saca actas donde todavía se lee la letra del poeta en documentos con anotaciones como "el cambio de color en materia de lápiz es de responsabilidad del profesor".
-Era genial -dice-.
Afuera, un poco más allá, en Geología, Carlos Gómez y Arnoldo Quilodrán, los mayordomos del edificio, ofrecen un tour de la nostalgia cuando recuerdan las llegadas del profesor Parra, que nunca borraba sus pizarrones. El edificio ahora está muy distinto de cómo era antes. Hasta la remodelación de 2006, dicen ellos, la sala de Parra tenía dos puertas grandes de madera y que él siempre entraba por la de la derecha, donde actualmente hay un tablero eléctrico. La sala, además, ya no es la G105, sino la G108.
Ese año, los pizarrones de tiza fueron cambiados por unos blancos que se rayan con plumón. Como un último gesto, Marcelo Porta llegó hasta la bodega de la facultad pidiendo que le cortaran un pedazo de la vieja pizarra. Se lo llevó a Parra a Las Cruces.
-¿Se puede pasar a mirar adentro? -les pregunto a los mayordomos.
-Pucha, no. Es que hay una asamblea estudiantil -responde Gómez.
En la misma sala en que Nicanor Parra dibujada sus corazones con patas, ahora hay una niñita sujetando un plumón, anotando un punteo que desglosa los motivos y objetivos de que su facultad esté en paro. Y no se puede entrar.
Pero quizás no importa, porque Parra ya no está ahí.
Parra está afuera, cumpliendo 97 años.
Parra está pensando en Gaddafi.
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