Las preocupaciones de un tallerista del cuento: “No estamos para nada en un momento de esplendor”

Luis López-Aliaga. Foto: Mónica Molina

Luis López-Aliaga acaba de publicar Las furias, volumen de cuentos enraizado en la fuerza justiciera de las Erinias y donde entrega algunas lecciones del relato. En charla con La Tercera, el guionista comenta el estado actual de la narrativa chilena, su desprecio por ciertos géneros y fórmulas, y algunos nombres capitales del oficio de escritor.


—Lo primero que se necesita —dice el escritor Luis López-Aliaga sobre las herramientas para construir un gran relato— no es una historia, es un narrador.

“Estoy absolutamente convencido de que, lo que va a salvar un texto literario, es esa voz y el pacto que genera con el lector”, explica el también editor del sello Montacerdos, donde ha publicado a nombres como Mariana Enríquez, Federico Falco y Juan Cárdenas.

Como autor, López-Aliaga ha escrito desde hace tres décadas novelas, guiones de televisión y sobre todo libros de cuentos. Su nueva entrega se titula Las furias (Banda Propia, 2022) y sirve de excusa para hablar con uno de los maestros del género, que en su último libro muestra el laboratorio de un escritor en movimiento.

El secreto del cuentista

En La casa del espía (Planeta, 2019), López-Aliaga cuenta que se quedó deslumbrado por la historia del caso Rocha. Luego vinieron sus memorias, recopiladas en el volumen No soy yo (Hueders, 2021) y el libro que nos convoca.

¿Cómo surge Las furias?

Mi proceso es que se me van acumulando los cuentos. En Las furias noté que hay cierto estado de ánimo que se repite y está asociado a esta idea de las furias, que son las Erinias, la misma personificación femenina de una fuerza incluso anterior a los dioses del olimpo.

López-Aliaga hace referencia a una fuerza de justicia “rápida y primaria”, que no tiene ni acepta atenuantes ni contexto y que, dice, “son muy necesarias en ciertos contextos históricos donde la justicia oficial, la del olimpo masculino, no cumple su tarea”.

Recorte de El remordimiento de Orestes, pintura de William-Adolphe Bouguereau

Luego sigue: “En algún momento me pareció que estos cuentos están cargados de eso, pero no como algo programático, sino como una cierta atmósfera, un cierto miedo que se expande, asociado a los tiempos que nos tocan”.

Como el epígrafe de Rosabetty Muñoz.

De hecho, de ahí viene el título. De ese poema que se llama “Las furias”, donde Rosabetty Muñoz se refiere a estas fuerzas mitológicas.

En “El último recuerdo”, uno de los diez relatos de Las furias, López-Aliaga remite a la figura de Frida Kahlo; “debe ser el primero que escribí en mi vida y debe tener más de treinta años”, asegura.

Sobre el final del volumen aparece “Cómo escribir un gran cuento”. Allí, autor y narrador conducen los hilos invisibles de un relato que examina los trucos del cuento, diseccionando como la performance de un anatomista algunas lecciones.

—Levrero hablaba del efecto hipnótico de la literatura en general, como una voz que simplemente te somete a la lectura. Ahí se desarticula que la trama, el argumento y la historia sean lo más relevante. Precisamente ahí es donde la literatura se juega su especificidad respecto de otras disciplinas.

“Por años pensé que los cuentos eran tan solo una forma de practicar hasta que tuviera tiempo para escribir una novela”, contó Alice Munro en una entrevista. ¿Cómo lo ve usted?

Está muy arraigado, sobre todo cuando uno parte, esa idea de que el cuento es un entrenamiento para entrar a la conversación de fondo que vendría a ser la novela. Pero yo no estoy para nada de acuerdo. Al contrario, creo que el cuento está más cercano a la poesía, por lo tanto de lo verdaderamente literario. Es muy distinto como procedimiento y como trabajo mismo, pero no es en ningún caso inferior a una novela o a la preparación de una novela.

López-Aliaga piensa que incluso el cuento tiene más dificultades que una novela.

Dice: “Para escribir una novela se necesita consistencia, disciplina, no necesariamente un fondo artístico o estético. Eso que no se puede explicar tan bien. Por eso me niego a la idea de que el cuento pueda ser escrito desde la fórmula”.

Esto que decía Baudelaire de la alquimia verbal.

Siempre hay algo que no está dicho y que requiere ser completado por el lector. Hay una frase de Mariana Enríquez, que parece más técnica que otra cosa, pero es de fondo: “El cuento gana por despojo, la novela por acumulación”. Ese despojo implica no decir lo que finalmente se dice o se dice de otra manera. Se interpela para que el lector lo complete. Ahí está el juego que hago al final de La furias, porque no creo en eso.

En ese cuento entrega algunas lecciones sobre cómo escribir un relato.

Tengo que aclarar que ese relato, que intencionalmente lo pongo al final, es una joda. No habría que tomárselo tan en serio, porque apunta precisamente a algo en lo que yo no creo. Si de algo van mis talleres es de no quedarnos en posibles fórmulas. No entiendo así la literatura, ni los talleres.

Luis López-Aliaga. Foto: Catalina López-Aliaga

Los años de formación

El noruego Knausgard dice que se hizo escritor porque le rompieron la infancia. Cómo es con usted, ¿por qué escribe?

Siempre hay algo de eso. Le temo a ese tipo de frases, pero siempre hay un desacomodo, un desajuste, algo que probablemente se remite a esas etapas iniciales. Siempre hay algo ahí en el impulso de la escritura, como un desasosiego vital. En general, cada uno de estos cuentos o cada cosa que escribo nace de un impulso difuso, vago pero intenso, motivado por algo que no conozco bien. Eso me impulsa a encontrarle una forma, que se convierte después en un relato. Para mí sigue siendo una incógnita y me interesa mantenerlo así. No pacto con la idea de escribir una verdad o transmitir una idea tan acabada. Comparto mi incertidumbre.

En La imaginación del padre, López-Aliaga cuenta la historia de una biblioteca que cubre toda una pared de su infancia. Fue el comienzo de su relación con los libros.

Meses después, en sus memorias No soy yo, repasa sus años de formación literaria, donde entre otros hitos participó del taller de Antonio Skármeta en los 90.

¿Qué le entregó ese taller? ¿Y qué otro hito marcó su formación como escritor?

El vínculo inicial con los libros está en esa biblioteca. Y después mi formación literaria también la convertí en un libro, donde un hito relevante está en ese taller de Skármeta. De alguna manera todo lo que aprendí para hacer talleres, lo aprendí de él, pero por negación, tratando de no reproducir ciertas formas que considero equivocadas. Dinámicas que tienen que ver con la figura totémica de quien dirige un taller y se sitúa en una posición de superioridad a quienes vendrían a ser sus discípulos. Además de esa idea de que todos debieran terminar escribiendo como el maestro y salir a difundir la buena nueva. Esa idea está siempre en tensión y es lo que intento no reproducir.

El tallerista

La escritora uruguaya Rafaela Lahore fue parte de varios ciclos de talleres de López-Aliaga. Así lo recuerda:

—Una noche de noviembre de 2019, en pleno estallido social, estábamos en una de las clases. Fue una de las noches más duras de esa época. Cuando terminamos el taller, miramos nuestros teléfonos y a todos nos habían llegado mensajes de preocupación y alerta. El único compañero que tenía auto, nos llevó a los demás a nuestra casa, atravesando las barricadas que había en distintos puntos de la ciudad. A lo que voy con esto es que durante las dos horas que duraba el taller el tiempo se suspendía. Hablábamos de literatura como si fuera lo más importante del universo aunque afuera todo tambaleara. Puedo decir que a muchos de nosotros, de cierta forma, ese espacio nos salvaba.

¿Qué quedó de esa experiencia?

Supongo que su intento para que sacáramos a relucir una voz propia, por ayudarnos a escribir desde un lugar verdadero. Por otro lado, el taller no solo me formó en la escritura, sino que me convirtió en una mejor lectora. Me dio más herramientas para analizar las fortalezas y las debilidades de un texto. Tengo muy lindos recuerdos de esos talleres, porque eran un lindo espacio de camaradería. De hecho, una gran parte de los amigos que me hice en Chile los conocí en ese espacio.

Juan Cárdenas. Foto: Patricio Fuentes
El escritor Juan Cárdenas. Foto: Patricio Fuentes

Contra la autoficción

Consultado sobre el actual momento de la narrativa chilena, Luis López Aliaga parte advirtiendo que no es “particularmente alentador”.

—No veo riesgo, no veo apuestas narrativas, veo más bien ciertas reiteraciones que me resultan un poco preocupantes. No estamos para nada en un momento de esplendor y, sin embargo, jugamos con la idea de que estamos viviendo cierto fulgor. Pero si uno se va a los textos, a lo que se propone, me parece que no es tal. Comparativamente con lo que pasa en otras partes, como Argentina puntualmente, es notorio.

¿Hay algún autor o texto que se esté “fotocopiando”?

Preferiría no dar nombres, pero hay algo en torno a esta idea de una narrativa supuestamente transparente y bienintencionada. Hay una suerte de fórmula de contrabando ideológico y eso es lo que se repite y se repite. Creo que realmente la autoficción, donde también me he movido, es un formato literario como cualquier otro, pero se ha vuelto una fórmula en torno a una idea medio manipuladora, medio chantajista, medio funcional. Lo dice Maximiliano Crispi en Un poco demasiado. Notas sobre el chantaje del presente: la autoficción relega la elaboración artística que supone el trabajo con la forma, el montaje, el juego con el lenguaje, en favor del provecho rápido que supone la extorsión moral al lector. Hay algo con eso, que se ha vuelto una especie de fórmula.

Montacerdos ha publicado a nombres como Juan Cárdenas, Sergio Galarza, Jazmina Barrera o Cristian Geisse. ¿Dónde se está haciendo hoy la mejor literatura en nuestra lengua?

Es complejo de responder porque cierra los espacios, partiendo porque a estas alturas del siglo es un poco irrelevante donde uno está situado cuando escribe. Tú nombras a Cárdenas que es un escritor colombiano y yo lo encuentro notable, pero él vive en Chile. Pero allende los Andes, lo que ocurre en Argentina, ahí se escribe siempre buena narrativa. Te podría decir Costa Rica, porque está Luis Chaves, y en México, Jazmina Barrera. Pero no me atrevería a situarlos.

La escritora Mariana Enriquez. Foto: MT Slanzi

El arte de contar

¿Cuál es su mejor ejemplo de un buen final de cuento?

Esa es la pregunta que yo no te voy a responder, no porque no quiera, sino porque no puedo. Uno conoce finales de cuentos que son paradigmáticos, pero se vuelven rápidamente fórmulas. Están todos los mecanismos narrativos de Cortázar, que es un gran cuentista, pero que tenía esto del nocaut. Y uno puede decir que eso ya está agotado, ya no me va a sorprender. Entonces no sabría cómo es un buen final de cuento. Sí, algo tiene que pasar, hay una sensación desde la lectura de pérdida del aliento, pero no es necesariamente la fórmula cortazariana del giro argumental que te quita la respiración.

Según López-Aliaga, “cada vez es más difícil llegar a ese tipo de final” y otras formas, “pero hay que buscarlas. Están en cualquier elemento de la narrativa”, aunque apunta, “siempre desde el lenguaje”.

“Todos los cuentistas que te podría mencionar como referentes tienen distintas formas para llegar a un final. Para mí están Di Benedetto, que aparece en un cuento. No es casual porque es uno de los escritores que me parecen fundamentales y tiene eso de que sus cuentos son muy distintos unos de otros. Miguel Briante, otro argentino que me parece fundamental. Julio Ramón Ribeyro me parece clave. Y de la tradición norteamericana, Cheever, Flannery O’Connor o Carson McCullers, Dorothy Parker más que Carver a estas alturas, habiendo sido un lector muy comprometido de Carver. Nombrarte a Falco, por supuesto, que está a otro nivel. Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, Alice Munro, son todas cuentistas notables que por lo tanto no se someten a una fórmula. Más bien, uno podría identificar un estilo, que es algo mucho más general y amplio. No creo que de ninguna de estas lecturas se pueda derivar a cómo terminar un cuento”.

Es difícil encontrar estructuras narrativas novedosas o temáticas distintas a las habituales. ¿Es posible pensar que la literatura está agotada?

Es difícil encontrarse con la voluntad del riesgo y que no necesariamente tiene que ver con lo que entendemos por las vanguardias. El riesgo no es el cambio radical, revolucionario y definitivo, sino que puede ser también sutil y en determinados espacios específicos de la narrativa. No quedarnos atrapados en ciertas estructuras, en ciertos personajes, en temáticas, en formas narrativas o estilos. Lo que cuesta es asumir esta posibilidad de riesgo. Y eso tiene que ver con lo que necesariamente con lo que se espera de lo literario. Si uno está esperando complacer al lector, al mercado o a lo que sea, siempre va a tender a repetir lo que ya funcionó. Y esa es la negación del riesgo. Porque el riesgo supone la posibilidad de fracasar.

La famosa tentación del fracaso...

Uno juega y vive siempre con eso. Pero hay una épica detrás de eso, que es jugarse, indagar, realmente asumir en el fondo y en su profundidad lo que tiene que ver con la escritura. Yo creo mucho en eso y mi acercamiento a lo literario es ese.

Las furias (2022, Banda Propia)

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