El Bebé de Rosemary: la demencial maternidad

Antes de que Roman Polanski tomara la batuta del filme, el proyecto fue la obsesión de un director de cine B. Y antes de que Mia Farrow quedara inmortalizada como Rosemary Woodhouse, Jane Fonda, Tuesday Weld y hasta Sharon Tate estuvieron entre las candidatas a protagonizar la película. A raíz de su aniversario número 55, revisamos su trastienda y su enorme influencia.


Tal como con Psicosis (1960), El exorcista (1973) y El resplandor (1980), la fuente de origen fue literaria. William Castle, productor y director con kilómetros en el cine B, adquirió los derechos de adaptación de la nueva novela del escritor Ira Levin antes de que incluso saliera al mercado, en marzo de 1967, y vendiera cuatro millones de copias. El realizador confiaba tanto en el potencial de la ficción que hipotecó su casa para reunir el dinero que le permitiría sellar el trato.

Movió sus hilos en la industria y consiguió un acuerdo con Paramount, lo que lo llevaría a trabajar a la par con el jefe del estudio, Robert Evans (El Padrino). El ejecutivo fue enfático en que era crucial que un nombre se sentara en la silla de director: Roman Polanski, entonces en su primera década como cineasta y sin experiencia en Hollywood.

Evans convocó al francés bajo la excusa de hablar sobre la posibilidad de que dirigiera Downhill racer, proyecto que terminaría haciendo Michael Ritchie con Robert Redford como protagonista. Astuto, aprovechó la instancia para mostrarle el libro de Levin y decirle que primero considerara si le interesaba esa idea.

En principio, al director de Repulsión (1965) le pareció que era un “melodrama de cocina para televisión”. En una capa muy superficial, había razones para respaldar ese concepto: los protagonistas, Rosemary y Guy Woodhouse, eran una pareja que estaba esperando a su primer hijo y que se acababa de mudar a un departamento que tenía fama de estar ligado a la brujería y a crímenes. Pero durante la misma noche cambió de opinión. A medida que fue devorando página tras página, se convenció de que estaba ante una historia que podía alinearse con sus inquietudes artísticas.

En algún punto El bebé de Rosemary se podría haber vuelto incluso más personal para Polanski de lo que cuenta la fama de la película. Sharon Tate, entonces su novia, fue considerada para encarnar a la protagonista, pero finalmente se decidieron por el aura delicada que transmitía Mia Farrow, entonces una joven veinteañera que se abría paso en la industria y que acababa de casarse nada menos que con Frank Sinatra.

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El resultado sería una de las colaboraciones más memorables entre director y actriz. Su Rosemary Woodhouse canaliza la estupefacción y el estremecimiento de una mujer en estado de shock, una joven embarazada que no sabe si es víctima del mismo demonio o de algo perturbador pero meramente terrenal.

Aunque desató reacciones virulentas en grupos religiosos, gran parte de la masa de espectadores que la vieron a partir de su estreno en Estados Unidos -el 12 de junio de 1968, hace 55 años- estuvieron de acuerdo en que se trataba de una cinta excepcional. Una obra maciza dentro de los márgenes de los filmes de género y también en los dominios del cine con mayúsculas.

“La primera vez que la vi tenía como ocho años y no la entendí. Me aburrí profundamente. Estaba esperando El exorcista, pero esta película no tenía nada en ese tono. No había sangre ni posesiones y el diablo aparecía un segundo, al final”, señala a Culto el guionista Pablo Illanes, quien cuenta que se enamoró del largometraje una década después de su primera aproximación.

“Lo que me parece más arriesgado es ese tono, tan Polanski, de jugar con todos sus recursos sin hacerle asco a nada. Pasa del horror al melodrama, cruza la comedia y el terror metafísico y no le importa. Ese riesgo Polanski lo convirtió en su estilo”, apunta. “No sólo hizo una obra maestra sobre la maternidad con una visión siniestra sobre el tema, además la hizo en Hollywood”.

Curiosamente, el menos satisfecho con todo lo que desató El bebé de Rosemary fue Ira Levin. En una entrevista que concedió en 1992, planteó que su obra “jugó un papel importante en toda esta popularización del ocultismo y la creencia en la brujería y el satanismo (…) siento un cierto grado de culpa por haber fomentado ese tipo de irracionalidad”. Eso no evitaría que aceptara escribir una secuela, El hijo de Rosemary (1997), mal criticada y sepultada bajo la alargada sombra de la original.

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