De Sigmund Freud a Mary Shelley: las emotivas cartas de amor que revelan a seis grandes escritores
El género epistolar está lleno de profundas y sentidas cartas que develan la faceta más humana de importantes figuras de la literatura universal. En el libro Como quisiera decirte: antología de correspondencia amorosa, se recopilan más de 30 misivas enviadas por autores que recorren nombres como Joyce, Oscar Wilde y Virginia Woolf. Revisa aquí algunas de sus historias amorosas.
*James Joyce a Nora Barnacle
El 16 de junio de 1904 marcó la historia de la literatura. Ese es el día en que arranca el relato de Ulises (1922), la emblemática obra de James Joyce que trazó un antes y un después en la escritura universal. Pero también es la fecha en que la vida del escritor cambió para siempre.
Esa tarde fue la primera cita de Joyce y Nora Barnacle, una joven veinteañera que el autor se topó caminando por la capital de Irlanda. Para entonces, el escritor ya se había graduado de idiomas en la Universidad de Dublín y sobrevivía precariamente trabajando como profesor y crítico de libros.
A pesar de que sufría de varios problemas en su visión, lo más probable es que el autor lo haya vivido como un amor a primera vista. No pudo mirar sus rasgos físicos, pero se sintió profundamente atraído por su forma de caminar. Decidido, se plantó frente a ella y le pidió una cita. Y aunque aceptó, Barnacle no llegó al lugar.
El primer encuentro entre ambos sólo se coordinó tras la insistencia de Joyce, y desde ese momento que la pareja se hizo inseparable. El 15 de agosto de 1904, apenas un par de meses después, el escritor envió una breve pero sentida carta a Barnacle. La misiva comienza así: “Mi querida Nora: acabo de darme cuenta. Llegué a las once y media. Y desde que entré he estado sentado en una silla como un tonto. No podía hacer nada. No oigo nada más que tu voz. Parezco un loco oyéndote decirme ‘Querido’. Hoy ofendí a dos hombres al abandonarlos sin dar explicaciones. Quería escuchar tu voz, no la de ellos”.
“Cuando estoy contigo dejo de lado mi naturaleza despectiva y recelosa”, continúa la carta. “Desearía sentir tu cabeza en mi hombro. Creo que me iré a la cama. Llevo media hora escribiendo esta carta. ¿Me escribirías tu también? Espero que lo hagas. ¿Cómo debería firmar? No firmaré del todo, porque no sé cómo hacerlo”.
*Oscar Wilde a lord Alfred Douglas
Corría 1891 y Oscar Wilde ya era un escritor consagrado. Para entonces, el excéntrico autor británico había publicado dos de sus grandes éxitos literarios -El príncipe felíz y otros cuentos (1888) y El retrato de Dorian Gray (1890)- y llevaba siete años de vida familiar con su esposa Constanze Lloyd y sus dos hijos.
Sin embargo, las cosas darían un giro de 180 grados para Wilde cuando su camino se cruzó con el de lord Alfred Douglas, un poeta de 21 años que desarmó los esquemas del escritor en una época donde la homosexualidad era rechazada e incluso castigada dentro de la sociedad británica. Aunque nada de eso importó mucho.
Lo cierto es que Wilde cayó perdidamente enamorado del joven artista, un muchacho atractivo y carismático con el que comenzó una relación a escondidas que se extendió por cuatro años. Tampoco fue todo miel sobre hojuelas, pues el poeta solía tener una actitud caprichosa que el autor supo sortear.
Todo se fue a pique en 1895, cuando el padre de Douglas descubrió el amorío entre ambos. Su reacción fue demandar al escritor por atentar contra la moral y corromper a su hijo, en un juicio que escandalizó a la clase media de Gran Bretaña y que se resolvió a favor del demandante. Así fue como Wilde terminó condenado a dos años de presidio y trabajos forzados.
Antes de ingresar a la cárcel, escribió una sentida carta a su enamorado: “Mi dulce rosa, mi delicada flor, mi lirio de los lirios, será quizás en prisión donde pondré a prueba el poder del amor. Veré si el intenso amor que siento por tí logra endulzar estas aguas amargas. Ha habido momentos en los que he pensado que sería más sabio separarnos. ¡Ay, momentos de debilidad y locura! Ahora me doy cuenta de que eso habría mutilado mi vida, arruinado mi arte, roto los acordes que hacen un alma perfecta”.
Y continúa: “Estoy resuelto a no rebelarme, a aceptar todas estas atrocidades por devoción al amor, a dejar que deshonren mi cuerpo con tal que mi alma siempre pueda mantener tu imagen viva. Desde tu cabello de seda hasta tus delicados pies, eres para mí la perfección”.
Más adelante, el escritor reafirma nuevamente sus sentimientos y se refiere al juicio en que se vio envuelto. “Ámame siempre, ámame siempre. Tu has sido el amor supremo y perfecto de mi vida; no puede haber otro. He decidido que es más noble y más hermoso quedarme. No habríamos podido estar juntos. No quise que me tildaran de cobarde o desertor”. Tras la liberación de Wilde, ambos vivieron un tiempo bajo el mismo techo. Pero la oposición de sus familias terminó por separarlos de forma definitiva.
*Mary Wollstonecraft a Percy Shelley
La escritora inglesa Mary Wollstonecraft Godwin tenía 16 años cuando conoció al amor de su vida en una librería londinense. Ese hombre era el poeta Percy Shelley, que por entonces se encontraba casado. Los sentimientos florecidos eran recíprocos, pero el estado civil de este último obligó a que la relación arrancara como un secreto.
Cuando William Godwin, filósofo británico que además era el padre de Mary, se enteró del amorío, hizo todo lo que estuvo a su alcance para que el vínculo entre ambos se terminara. Pero ya era demasiado tarde. La autora de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) ya estaba decidida a tomar las riendas de su destino, aunque eso significara separarse de su familia y huir junto a Shelley.
Así fue como la pareja planeó una escapada cual película hollywoodense que se concretó a fines de 1814. ¿El destino? Francia, el país donde peregrinaron por varios años y con escazos recursos, y donde tuvieron a sus dos primeros hijos. Sólo pudieron concretar su matrimonio en 1816, cuando la esposa de Shelley falleció.
El 25 de octubre de ese año, y a pocos días del viaje, Mary le escribió una sentida, pero ansiosa carta a su pretendido. “Ayer solo pude verte un minuto. ¿Esta es la manera, mi amado, en la que tendremos que vivir hasta el día 6?”, redactó la autora en el papel.
“En la mañana cuando me despierto me vuelvo a buscarte. Querido Shelley, eres solitario y sueles estar incómodo. ¿Por qué no puedo estar contigo para alegrarte y tenerte junto a mi corazón? Ay, amor mío, no tienes amigos; ¿por qué entonces te escapas de la única persona que siente afecto por ti? Pero sé que te veré esta noche, y esta es la esperanza con la que viviré este día. ¡Sé feliz, querido Shelley, y piensa en mí! ¿Por qué le digo todas estas cosas a mi amado? Yo sé que me amas con ternura, y que te quejas por estar lejos de mí. ¿Cuándo seremos libres de esta traición?”, continúa la misiva.
Hacia el final, la escritora recalca las coordenadas de su último encuentro clandestino: “¿Estarás en la puerta de la cafetería a las 5:00 en punto? Como me es desagradable entrar a esos lugares, estaré ahí exactamente a la hora acordada e iremos a St. Paul, donde nos podemos sentar”.
*Franz Kafka a Felice Bauer
Franz Kafka era un hombre con una mente brillante. Sin embargo, su timidez y la fragilidad de su salud hicieron que las relaciones interpersonales no le resultaran del todo sencillas. Aún así, el autor de La metamorfosis (1915) tuvo un intenso amor con una joven llamada Felice Bauer, a la que conoció gracias a su amigo Max Brod en un almuerzo familiar.
Entre 1912 y 1917, el escritor le envió más de 500 cartas a su pretendida, donde no escatimaba a la hora de ser honesto con sus sentimientos. Las cosas parecían andar bien e incluso llegaron a comprometerse en dos ocasiones, pero terminaron desistiendo. Para Kafka, la idea de una vida familiar tradicional no resultaba atractiva y había logrado convencer a Bauer de que no sería un buen esposo ni padre.
Luego de cinco años de intercambio epistolar, el escritor decidió cortar la relación. La tuberculosis lo afectaba cada vez más, mientras que él estaba convencido de que la enfermedad era una suerte de síntoma de su psiquis y que, por lo tanto, no estaba en condiciones de mantener un vínvulo amoroso con nadie.
Sin embargo, desde sus primeras cartas que el escritor hacía manifiestas estas dudas. En una misiva fechada el 11 de noviembre de 1912, le dice a Felice: “Le pediré un favor absolutamente demencial, y que yo también juzgaría como tal si fuera yo quien recibiese esta carta. Es también la prueba más dura a la que incluso la persona más amable del mundo pueda ser sometida. Bueno, aquí voy: escríbame solo una vez a la semana, para que así su carta llegue los domingos. No puedo soportar sus cartas diarias, soy incapaz de soportarlas”.
“Por ejemplo, respondo una de sus cartas, luego me tiendo en la cama en aparente calma, pero los latidos de mi corazón atraviesan fuertemente todo mi cuerpo y solo puedo pensar en usted. Le pertenezco; no existe otra forma de expresarlo, y esta ni si quiera es suficiente. Por esta misma razón no quiero saber cómo está vestida; me altera tanto que no puedo lidiar con la vida, y por eso prefiero no saber que me quiere”, argumenta Kafka.
Y agrega: “Si lo supiera, ¿cómo podría -considerando lo loco que soy- sentarme en mi oficina o quedarme en casa, en vez de subirme en el próximo tren con los ojos cerrados para abrirlos solo cuando llegue a su lado? ¡Oh!, hay una razón triste, muy triste para no hacerlo y esta es mi salud, que solo alcanza para la soledad, no es suficientemente buena para el matrimonio, y qué decir para la paternidad. Sin embargo, cuando leo su carta, siento que podría ignorar incluso aquello imposible de ser ignorado”.
*Virginia Woolf a Leonard Woolf
La historia de Virginia y Leonard Woolf es una de correspondencia y amor incondicional. Se conocieron en las reuniones del grupo de Bloomsbury, el importante círculo de intelectuales y artistas británicos del que ambos formaban parte. Se casaron en 1912 y comenzaron una vida matrimonial que, bajo sus propias reglas, fue feliz.
Y aunque Leonard se preocupó siempre de la salud de su amada, la fuerte depresión que la autora de Una habitación propia (1929) acarrió durante gran parte de su vida -sumado a un trastorno bipolar- parecía no dar tregua. Especialmente el episodio que se desató tras el inicio de la segunda guerra mundial, sumado a la destrucción de su casa en Londres durante el Blitz y la tibia acogida que tuvo su útlimo libro, una biografía de su amigo Roger Fry.
El 28 de marzo de 1941, con 59 años, Virginia Woolf llenó los bolsillos de su abrigo con piedras y se adentró al río Ouse. Su cuerpo fue encontrado veinte días después. Antes de suicidarse, la escritora dejó una carta a su esposo donde le agradece por todo el amor que supo entregarle.
La misiva está fechada como “martes, 1941″, y arranca así: “Queridísimo. Estoy segura de que me estoy volviendo loca de nuevo. Siento que no podremos volver a pasar por otro de esos períodos terribles. Y que esta vez no me voy a recuperar. Empiezo a escuchar voces y no me puedo concentrar. Así es que estoy haciendo lo que parece ser mejor”.
“Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido, en todas las formas, lo máximo que cualquiera puede ser. No creo que otras dos personas puedan haber sido tan felices como nosotros hasta que esta terrible enfermedad llegó. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás. Como ves, ni si quiera puedo escribir esto bien. No puedo leer. Lo que te quiero decir es que toda la felicidad de mi vida te la debo a ti”, continúa.
Y finaliza así: “Has sido absolutamente paciente e increíblemente bueno conmigo. Quiero decirlo, y todo el mundo lo sabe. Si hubiera habido alguien capaz de salvarme, ese habrías sido tú. Todo me ha abandonado, menos la certeza de tu bondad. Ya no puedo seguir estropeando tu vida. No creo que dos personas puedan ser más felices de lo que nosotros hemos sido”.
*Sigmund Freud a Martha Bernays
En el imaginario popular, Sigmund Freud es el médico serio e intelectual que dio vida a la teoría del psicoanálisis, una de las corrientes del pensamiento que revolucionó la psicología del siglo XX. Pero detrás de esa imponente imagen pública hay un hombre que se enamoró perdidamente de Martha Bernays, y que no tuvo recelo a la hora de plasmar sus sentimientos hacia el amor de su vida en una serie de apasionadas cartas.
Bernays y Freud se vieron por primera vez en una cena familiar organizada por la hermana de este último. Para el neurólogo, el flechazo fue instantáneo. Su timidez no fue impedimento para que la cortejara con cartas, rosas y poemas. Muestras de afecto que, para la sorpresa de él, fueron plenamente correspondidos.
Lamentablemente, hubo algunas oposiciones a la relación. La mayor detractora del romance fue Emmeline, la madre de la joven que se opuso tajantemente a que su hija se casara con un joven sin recursos. Por eso, terminó estableciéndose junto a la muchacha en Wandsbek, un pequeño pueblo a las afueras de Hamburgo.
Freud no se dio por vencido y, con el objetivo de juntar dinero, dejó sus estudios de neurología para abrir una consulta médica. Las cosas marcharon bien y en septiembre de 1984, Martha y Sigmund pudieron cumplir su anhelo de contraer matrimonio.
Martha era descrita por sus cercanos como una mujer brillante y alegre. Durante el tiempo en que estuvieron separados, las cartas fueron la solución para acortar la distancia física. Allí, Freud se refería a la joven como “mi preciosa y amada niña”.
El 19 de junio de 1882, el psicoanalista le manifestaba así sus sentimientos: “Sabía que solo luego de tu partida me daría cuenta realmente de la magnitud de mi felicidad, y ¡ay de mí!, también de la magnitud de mi pérdida. Aún no logro comprenderlo del todo, y si no tuviera frente a mí esa linda cajita y tu dulce retrato, pensaría que todo pudo haber sido un dulce sueño y temería despertar”.
“Sin embargo, mis amigos me dicen que es cierto, y yo mismo puedo recordar detalles aún más encantadores y más fascinantes que los que cualquier fantasía onírica pudiese crear. Debe ser verdad. Martha es mía, la dulce niña de la que todos hablan con admiración y que a pesar de toda mi resistencia cautivó mi corazón en nuestro primer encuentro. La niña a quien temía cortejar y que se acercó a mí con absoluta confianza, fortaleciendo la fe en mi propio valor y me dio nuevas esperanzas y energías para trabajar cuando más lo necesité”, agrega en el siguiente párrafo.
También reflexiona sobre la importancia de tener su fotografía, afirmando que “mientras más la miro más se parece al objeto amado”. “Me gustaría tanto darle al retrato un lugar entre los dioses domésticos que cuelgan sobre mi escritorio; sin embargo, aunque sí puedo exhibir los severos rostros de los hombres que admiro, debo esconder y guardar bajo llave el delicado rostro de mi muchacha. Tu retrato descansa en la pequeña cajita que me regalaste y casi me avergüenza confesar cuántas veces, en las últimas veinticuatro horas, he cerrado mi puerta y lo he sacado para refrescar mi memoria”.
La carta termina con una despedida esperanzadora con el reencuentro: “Si deseas algo de aquí o necesitas ayda con algún encargo, por favor no le pidas a nadie más que lo haga, yo lo haré por ti. Así de dedicado soy cuando me enamoro. Escríbeme y cuéntame todo lo que haces; así será más fácil para mí soportar tu ausencia. Aprovecha tu estadía en Hamburgo para cuidar tu salud. Me encantaría verte con esas mejillas redondas que muestran los retratos de tu niñez”.
“El día ha llegado a su fin, las hojas están cubiertas de tinta, y debo controlar el deseo que tengo de seguir hablando contigo. Adiós y no te olvides de este pobre hombre al que has hecho tan inmensamente feliz. Tu Sigmund”.
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