Por Daniela Schütte, investigadora y editora de “Gabriela Mistral. Doris, vida mía” y “Elogio de la naturaleza”

En una carta de abril de 1949, Gabriela Mistral escribía a Doris Dana: “Yo no tengo fe en lo humano, vida mía, aunque parezca tenerla”. Quizás sea porque hay quienes tenemos el “alma trágica” -como ella misma diría- que siempre ha sido una de mis frases favoritas. En ese mismo conjunto de cartas, aunque algún tiempo después, Mistral -ya casi en los últimos años de su vida- insistía en la necesidad de “una casita con huerto” donde ella pudiera ser “un poco feliz”.

Mientras recogía e intentaba hilvanar los textos que forman parte de Elogio de la naturaleza estas dos frases se asomaban cada tanto… No diría que su cara era de pregunta -si es que las frases tienen cara-, sino más bien de atenta expectación.

Me preguntaba cómo se insertaban estas ideas en el pensamiento de una mujer que tan incansablemente y desde tantos frentes distintos, abogó y luchó, precisamente, por lo humano. Pero claro, en su complejo pensamiento había dos nociones de lo “humano”, una que le era propia y otra que le había sido impuesta.

“Las gentes superficiales que suelen tener pujos de espirituales -dice en “Conversando sobre la tierra”-, creen que las cosas humanas y divinas se hallan contenidas exclusivamente en el hombre y que basta él solo para sostenerlas. Estiman que, a la religión, por ejemplo, le basta el libro que la explica y el pecho que la reza; consideran que a una lengua le basta una literatura magistral y que no importa el que la hable mal el pueblo; porfían que la costumbre subsiste entre las costumbres extranjeras y todo esto es un amasijo de inexactitudes. Desde que Dios sopló alma en el barro de Adán y puso ese cuerpo animado en su jardín, se fijó la alianza perdurable del alma, cuerpo, suelo. El alma pide el cuerpo para manifestarse y el cuerpo necesita de la tierra para que ella le sea una especie de cuerpo mayor que la exprese a su vez y que le obedezca los gustos y las maneras. La tierra contiene nuestros ademanes y recibe nuestros gestos en la ordenación que le imponemos”.

Quizás vaya siendo hora que nos preguntemos en qué humanidad pondremos nuestra fe, si es que aún nos queda alguna.