Columna de Natalia Piergentili: Volver a los 17...



Voy a contar una historia. Corría el año 1996 y una joven de 17 años entraba a la Universidad de Santiago a estudiar Administración Pública. En ese mundo diverso, todos los nuevos alumnos estaban esperanzados en estudiar una carrera y ser profesionales, pero para ello era imperativo obtener el Fondo Solidario de Crédito Universitario (FSCU), crédito que solo se otorgaba, luego de una evaluación socioeconómica, a quienes estudiaban en universidades públicas, y que posteriormente se pagaba cuando se ingresaba al mercado laboral.

Luego de tres meses de clases, llegaron los tan ansiados resultados de las solicitudes del crédito y algunos estudiantes tuvieron que retirarse de la universidad en medio de dolor, frustración y desesperanza, ya que el porcentaje de crédito obtenido sobre el valor del arancel era insuficiente frente a las posibilidades de pago de sus familias.

Esa joven era yo, y al igual que en aquella época, sigo creyendo que la educación es un derecho y que el Estado debe proveerlo en tiempo, forma y calidad. Pero los derechos no solo deben consagrarse, sino, además, el país debe tener una estructura económica que permita hacerlos posibles y exigibles, y el Chile de los 90 no tenía esa estructura pese al crecimiento económico de esa década, ya que las deudas sociales tenían otro orden de prelación. Sin embargo, se asumía este asunto como un pendiente, y frente a la convicción de ampliar el ingreso de jóvenes a la educación superior, se crea el Crédito con Aval del Estado (CAE) el año 2005.

¿Fue esta una mala política? Claramente no, ya que fue la respuesta que el Estado tenía en ese momento para hacerse cargo de una necesidad. ¿Es perfectible? Por supuesto que lo es y hay que seguir haciendo esfuerzos para que aquellos que aún no alcanzan la gratuidad tengan el acceso al crédito con condiciones mucho más favorables. Es bueno recordar que la gratuidad es una política impulsada 20 años después del (FSCU) y 11 desde la creación del CAE luego de una ambiciosa reforma tributaria.

Así se conciben las políticas públicas que entregan derechos, como procesos incrementales que, a medida que el país acuerda y logra mejores umbrales de desarrollo, es capaz de avanzar. Aunque hoy la discusión sobre este tema se concentra entre, por una parte, los que plantean condonar el CAE de una sola vez y a todo evento, no restringiéndose en epítetos a quienes lo crearon y restándole todo valor a lo que mediante esta política se logró, y por otra, aquellos que señalan que hay otras urgencias de gasto público por lo que este sería un gesto político irresponsable que solo tiene por objeto hablarle a una tribu, y ambas trincheras parecen algo estridentes, pero por sobre todo inútiles, no desde la pelea política donde el ruido algo rinde, sino desde la perspectiva del país.

¿Por qué no pensar en porcentajes máximos de intereses a los créditos, o en repactaciones con nuevos criterios o criterios diferenciados?, tomando en cuenta que, al 31 de diciembre de 2021, el Fisco es acreedor del 57% del saldo total de la cartera del CAE, correspondiente a más de 149 millones de UF (US$5.383 millones de dólares). ¿Por qué no pensar en un incentivo tributario acotado a quienes ya pagaron sus créditos?, ¿por qué no poner el énfasis reflexivo y comunicacional en una reforma integral al financiamiento de la educación superior que de paso incluya cambios en aspectos como, evaluación de calidad, empleabilidad de la oferta académica de los planteles y nuevos estándares para la acreditación?, aspectos que, dicho sea de paso, estaban contemplados en la propuesta inicial sobre financiamiento de la educación superior del ex Presidente Lagos.

La gradualidad y la incrementalidad son mecanismos que permiten acceder a derechos con la responsabilidad requerida para hacerlos sostenibles en el tiempo. Lo intuía a los 17, hoy a mis 45 años, no tengo dudas.

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