Columna de Pablo Ortúzar: “¿Guerra?”

De este modo, en vez de la constricción geográfica y temporal implicada por el estado de sitio, el Estado chileno podría librar una guerra contra sus enemigos internos tratando a cualquier miembro de una organización criminal o terrorista como un combatiente ilegal y sometiéndolo a las garantías y a los procedimientos judiciales que tendría que enfrentar como tal bajo estado de sitio.



Frente al ataque terrorista que dejó tres carabineros asesinados a tiros en Cañete, cuyos cuerpos luego fueron quemados por los criminales, y un pequeño arsenal de armas robado, el exministro del interior Jorge Burgos declaró que, a su entender, el Estado de Chile estaba en guerra con el grupo que fuera responsable de estos actos, así como con el resto de los grupos terroristas que operan en la zona. Eso nos lleva de lleno al tema nada feliz de la guerra, que merece ser tomado muy en serio en vez de ser evadido, justamente por lo delicado que es.

La observación del exministro va en línea con la demanda reiterada por declarar estado de sitio en la Macrozona Sur y ponerla bajo el control total de fuerzas militares. El estado de sitio, como su nombre lo indica, es el estado de excepción constitucional pensado para los escenarios de guerra: queda el Comandante en Jefe del Ejército a cargo de la zona de conflicto, las libertades civiles fundamentales (reunión y locomoción) quedan suspendidas, se permite el arresto de personas en lugares distintos a cárceles y pasa a regir en ese territorio la justicia militar marcial, en reemplazo de la justicia militar de tiempos de paz y de la justicia civil.

En efecto, todo grupo que busque amenazar por la fuerza la seguridad o integridad interior o exterior de un Estado puede ser considerado enemigo del Estado, lo que permite desplegar la fuerza militar en su contra. Los miembros de estas organizaciones, por su parte, son combatientes enemigos, sea cual sea su nacionalidad, y el trato con ellos puede quedar sujeto a las leyes de la guerra.

Hoy la situación en la Macrozona Sur cabe dentro del concepto de “guerra irregular de baja intensidad”: se despliegan efectivos militares, pero en una situación que no se define claramente como un conflicto bélico, donde el enemigo enfrentado no es otro Estado y donde el territorio sigue sometido a las instituciones civiles. Si se declarara estado de sitio, entraríamos en un escenario de guerra asimétrica contra combatientes ilegales.

Al mismo tiempo, decenas de alcaldes, muchos en la Región Metropolitana, demandan que se declare estado de emergencia en sus comunas y se utilicen militares para controlar el orden público. Esto, en respuesta a los altos niveles de delincuencia, pero muy especialmente a la operación cada vez más violenta de miembros de bandas del crimen organizado, que ha costado la vida de varios carabineros y civiles.

En suma, hay una demanda cada vez mayor de intervención militar para lidiar contra enemigos internos. Y la pregunta es si el marco institucional que tenemos acomoda al Estado chileno y a sus fuerzas armadas para enfrentar la mezcla de etnoterrorismo y crimen organizado que tienen al frente. ¿Son adecuadas nuestras herramientas institucionales respecto al problema que enfrentamos? ¿Podemos enfrentar eficazmente el escenario de guerra delineado por Burgos? Todo indica que no: la lógica del estado de sitio parece demasiado acotada geográfica y temporalmente, y se nota pensada para combatir ejércitos enemigos o guerrillas, pero no grupos terroristas y/o del crimen organizado que operan en base a atentados. Y los demás estados de emergencia tienen el problema, además de ser muchas veces poco adecuados a contextos civiles, de no ofrecer garantías operativas a los militares desplegados: el número de efectivos presos por cumplir con su deber en la Araucanía y durante el estallido social habla por sí mismo.

¿Qué hacer entonces? Lo razonable es comenzar por establecer reglas de uso de la fuerza (las famosas RUF) que den seguridades y faciliten la operación militar contra terroristas y criminales. Éste es el debate hoy en curso, entorpecido por la diputada Orsini, que defendía hace poco tiempo disolver la PDI y refundar carabineros. El Presidente de la República, una vez establecidas las RUF, debería considerar retroactivamente los criterios delimitados en ellas para evaluar los indultos a los uniformados condenados por utilizar sus armas.

Un segundo paso necesario es asegurarse de que los grupos enemigos no tengan acceso a la inteligencia y las decisiones estratégicas secretas del Estado chileno. Esto hace razonable pensar en apartar por completo al Partido Comunista de Chile de cualquier área del Estado relacionada con el Ministerio del Interior o el Ministerio de Defensa, en la medida en que han mostrado de manera consistente solidaridad y alianzas con la dictadura venezolana (que parece trabajar asociada con grupos criminales de esa nacionalidad operando en nuestro país) y con el extremismo mapuche (basta recordar las gestiones con las FARC para entrenarlos, reveladas el 2015). Juan Andrés Lagos y Galo Eidelstein y sus respectivos equipos debeberían ser desvinculados por razones de seguridad interior, al no verse muy confiables sus lealtades respecto al Estado chileno.

¿Algo más? Sí. Para que el despliegue de fuerza militar sea efectivo, parece necesario que los militares desplegados, al igual que en cualquier escenario de guerra, sólo puedan ser juzgados por tribunales militares. Insistir, como ha hecho el gobierno, con que sean tribunales civiles los que vean los casos de militares actuando en un escenario de guerra es muy poco razonable. No tienen la experiencia necesaria, y la guerra no se rige por las mismas lógicas que la paz. Esto es crucial: el test de seriedad de cualquier político que prometa usar fuerza militar es preguntarle respecto a quién juzgaría los actos de los militares desplegados. Si se opone a que sea la justicia militar, no está hablando en serio.

De hecho, uno podría perfectamente defender que no sólo los militares deberían estar sujetos a la justicia militar, sino también los combatientes enemigos capturados. Los miembros de organizaciones criminales en beligerancia contra el Estado chileno, nacionales o extranjeros, podrían y deberían ser tratados como combatientes ilegales y pasados a consejos de guerra o cortes marciales, según sean las circunstancias. Esto haría innecesario el “debate respecto a la pena de muerte” que el gobernador frenteamplista Rodrigo Mundaca intentó convocar, pues ella nunca ha estado fuera del catálogo de opciones de la justicia militar en tiempos de guerra (pena que ha intentado ser derogada últimamente por gestiones lideradas por Lorena Fríes, misma persona que al mando del INDH defendió que el atentando donde murieron quemados vivos Werner Luchsinger y Vivianne Mackay no era un caso de terrorismo).

De este modo, en vez de la constricción geográfica y temporal implicada por el estado de sitio, el Estado chileno podría librar una guerra contra sus enemigos internos tratando a cualquier miembro de una organización criminal o terrorista como un combatiente ilegal y sometiéndolo a las garantías y a los procedimientos judiciales que tendría que enfrentar como tal bajo estado de sitio. Esto debería hacer todo más expedito y seguro, ya que la justicia militar no podría ser sometida al tipo de presiones que hoy sufre la justicia civil, como la que hemos podido ver en el caso del juicio a “Los Gallegos”. Del mismo modo, los miembros de las fuerzas de orden y seguridad que colaboraran entregando información, vendiendo armas o de cualquier otra forma con las organizaciones beligerantes enemigas podrían ser condenados por traición a la patria.

En simple: si se quiere realmente utilizar fuerza militar para librar una guerra contra los grupos terroristas y el crimen organizado, parece necesario ofrecer garantías a los militares desplegados respecto a ser juzgados de acuerdo a las leyes de la guerra, por tribunales militares. Y también, al mismo tiempo, llevar el derecho penal del enemigo a su mayor grado de intensidad respecto a los miembros de los grupos terroristas y los miembros del crimen organizado, tratándolos como se trataría a combatientes ilegales enemigos capturados en acción en el contexto de una guerra. Sólo la combinación de ambas medidas, junto con reglas claras y eficaces para el uso de la fuerza y el apartamiento del Partido Comunista de cualquier cargo vinculado a inteligencia y seguridad interior o exterior, parecen generan condiciones más o menos idóneas para estar a la altura del conflicto que se tiene por delante. Todo esto, claro está, si es que tal es el camino que efectivamente se pretende transitar.

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