Columna de Marisol García: Ruido mental

Foto: Jay Blakesberg

Que los escenarios sean espacios de licencias, sin modales de comportamiento únicos, no es lo mismo a que quienes los ocupan tengan resueltas las particularísimas exigencias de ganarse la vida ante una masa. El cuerpo va por un lado, y la cabeza por otro.



Mentira que no queden tabúes en el rock. De ser así, no llamarían tanto la atención las (escasas) veces en que estrellas del género se refieren en público a sus problemas de salud mental. Va más allá del ir y venir con adicciones, o el montón de clichés en torno a los “demonios internos” asociados a la creación artística.

Hablar sobre su diagnóstico de agarofobia y el estar pasando por una extendida terapia siquiátrica como lo hizo hace unas semanas Mike Patton en entrevista con Rolling Stone es inusual y arriesgado. Superadas las más estrictas restricciones por pandemia, justo cuando Faith No More se aprestaba a retomar los conciertos, y ya con todo ensayado, el cantante —quien también es parte de los grupos Mr. Bungle y Dead Cross— tuvo que ser franco con sus compañeros de banda: “Lo siento, no creo poder hacerlo”. Cuenta en la nota que habiendo dedicado toda una vida a trabajar frente a audiencias de pronto no soportaba la idea de estar siendo mirado por un grupo de gente. “Fue algo feo y nada cool”.

Que los escenarios sean espacios de licencias, sin modales de comportamiento únicos, no es lo mismo a que quienes los ocupan tengan resueltas las particularísimas exigencias de ganarse la vida ante una masa. El cuerpo va por un lado, y la cabeza por otro. Por años, los subidones de ansiedad, paraonia y fobia social que puede despertar lo de exponerse eran asuntos tratados en privado, incompatibles con la vitrina promocional de los medios (donde, paradojalmente, conflictos incluso más íntimos contribuyen a delinear una identidad pop). Recién desde hace un par de años, figuras tan famosas como Adele o Lady Gaga le han dedicado un rato a comentar en público su respectivos cruces con crisis de pánico, así como Bruce Springsteen, un hombre de apariencia imperturbable, decidió en 2021 compartir parte de su historia familiar con la esquizofrenia paranoide.

No implican sus testimonios necesariamente una sorpresa, pero sí un novedoso cauce de seriedad para debates que, en el rock, por muchas décadas fueron incómodos, o tendieron a banalizarse al confundir aflicciones graves con marcas de estilo. Al prestigio póstumo de Syd Barrett lo define su esquizofrenia, tal como al de Ian Curtis su epilepsia. El trastorno esquizoafectivo de Brian Wilson es dato conocido para sus muchos admiradores, y hasta sostuvo el guión de una película biográfica respetuosa con tan singular talento (Love and Mercy). Pero ya no están las cosas para romantizar todo aquello. Reportes recientes ubican a los músicos en estadísticas de depresión, pensamientos suicidas y problemas psicológicos que son muy superiores a los promedios de otras profesiones. Ingresos variables, una vida itinerante y la alta competencia no ayudan. Nuevas organizaciones, como MusiCares, desvían un porcentaje de las ganancias de la industria discográfica para ir en ayuda de asociados que requieran terapia.

“He visto al monstruo salir desde debajo del puente”, describe Kae Tempest en su magnífico nuevo disco (The line is a curve), lleno de alusiones a la presión, el miedo y la sensación de que acecha un quiebre feroz: “Pero ni eso me detendrá: te combatiré hasta ganar”.

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