Columna de Marisol García: Mírame: soy tu fan

Tomarse hoy en serio el seguimiento a un músico o banda se acerca más al activismo, en el sentido de entender ese entusiasmo como el llamado a un deber de concientización y convencimiento, y no al acoso intimidante de antaño.



Nada es como antes, tampoco lo/as fans. Correrías clandestinas por pasillos de hotel, autógrafos sobre la piel, clubes para compartir la ansiedad entre pares: todo aquello parece ya tan siglo XX. Tomarse hoy en serio el seguimiento a un músico o banda se acerca más al activismo, en el sentido de entender ese entusiasmo como el llamado a un deber de concientización y convencimiento, y no al acoso intimidante de antaño. Por eso las fieles de BTS (se autodenominan “ARMY”) actúan en bloque cada vez que un comentario en redes cuestiona el talento del conjunto surcoreano. Aún más comprometidas eran las #freeBritney. En nombre de quien se admira, la misión es detectar, perseguir, contraatacar y derrotar. Sin pausa.

Entre estudios recientes sobre el fenómeno, destaca un libro de la cronista estadounidense Kaitlyn Tiffany. En el actual mapa musical, el círculo-fan muestra hoy dinámicas de presión propias, ajenas a toda pauta y cronología; pero cuya coordinación online, observa la autora, a veces consigue ser más poderosa que los planes de grandes empresas e instituciones. El esfuerzo persistente de fans interconectadas es improductivo en términos capitalistas (no les reporta ganancia material, digamos) y además se resiste al individualismo del orden social, pero de todos modos puede llegar a orientar tendencias de mercado con mayor efectividad que una carísima campaña publicitaria. La ineludible “animita animé” que desde hace unas semanas se levanta en uno de los andenes del metro Universidad de Chile (en tributo a uno de los personajes de la serie “Jujutsu Kaisen”) es prueba de un fanatismo cuya fuerza radica no en hacer negocio ni en sumar adherentes, sino en conseguir instalarse hasta volverse incontrarrestable. “No nos entienden, pero no pueden ignorarnos”, es su tácito manifiesto.

En pocos días más, una legión de swifties chilenas cruzará la cordillera para asistir a los tres shows que Taylor Swift ofrecerá en estadio de River Plate, durante la parada de su “Eras tour” en Buenos Aires. Hay reportes de chicas que acampan desde junio en las afueras del recinto, pero elegimos pensar que no pueden ser verdad. De la rubia cantautora de Pensilvania, arquetipo preciso para la llamada “economía de la fama”, casi no existen notas que no contengan cifras en dólares (récords diarios, ganancias que llaman a más ganancias, endeudamientos dramáticos de familias con una seguidora en casa). Pero hay una prueba, más discreta, que revela mejor cómo el fanatismo por un músico se mide hoy en su arraigo en las vidas de quienes escuchan. Es una columna en el New York Times con un título elocuente: “Taylor Swift ha conmocionado mi práctica psiquiátrica”. Y, sí, para atender a sus pacientes jóvenes, quien firma comenta cómo tuvo que acercarse a la swiftmania y solo entonces poder comprender la raíz de los cuadros de ansiedad en torno a la cantante que llegaban hasta su consulta. Habla allí de cómo la “generación pandémica” ha encontrado una comunidad cohesionada, que no necesita de la presencialidad para sentirse unida y comprendida en lo más íntimo. Cada época crea sus ídolos. También a las fans las moldea su tiempo.

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