Columna de Rodrigo González: Los jinetes del Apocalipsis

"Lo que más sorprende del primer largometraje de Felipe Gálvez es su progresión dramática, haciendo bascular la historia desde Menéndez y sus hombres hasta Segundo y Kiepja. Desde los páramos abiertos de la Patagonia argentina hasta la costa accidentada de Chiloé en Chile. Una auténtica aventura americana. Un real ocaso selk’nam".



Le dicen “Chancho colorado” y más que chancho parece un perro de presa, por su comportamiento brutal y servil. Pero Alexander MacLennan (Mark Stanley), soldado escocés de bajo rango y cabeza grande, tiene el pelo color cobrizo propio de los nacidos en el norte de las Islas Británicas. Por eso lo de colorado. Como los animales traídos desde el Viejo Continente a América.

Su jefe es José Menéndez (Alfredo Castro), empresario y ganadero de origen español que hizo de la Patagonia su reino sin pedirle permiso a nadie y con la máxima de “matar indios” para dejar los campos a su libre albedrío. MacLennan anda algo escaso de hombres y el señor Menéndez contrata los servicios de Bill (Benjamin Westfall), un gringo que podría estar inspirado en su homónimo Buffalo Bill y que curiosamente parece algo más “humano” que MacLennan.

El cuarto hombre en la primera parte de la película Los colonos vendría representando para los otros tres algo así como un mal necesario. Un sub-hombre. Un humanoide. Es Segundo Silva (Camilo Arancibia), nativo tal vez asimilado a las costumbres del blanco por motivos de sobrevivencia.

Juntos, cuáles jinetes del apocalipsis al fin del mundo, van en camino del exterminio a razón de media libra por oreja de niño selk’nam. En este viaje no apto para corazones sensibles también se encontrarán con otro exmilitar europeo. Se trata del coronel Martin (Sam Spruell), un exsoldado inglés de más alta categoría que sirvió y que también tiene a su propia mujer originaria para rastrear onas.

Ella parece menos “confiable” que Segundo y su nombre autóctono la delata: Kiepja (Mishell Guaña). De cierta forma es la conciencia y centro moral en la película. Pero nada más.

Los colonos no dicta clases ni hace pedagogía identitaria. Su mirada tiene la limpieza del western clásico en los encuadres y las tomas generales. Sus énfasis y sus detalles tienen algo del spaghetti western, particularmente en el diseño de los créditos y en la música de Harry Allouche.

La historia del genocidio selk’nam también fue abordada en el cine chileno por Blanco en blanco (2019) de Théo Court, una película más íntima, despojada y con menos recursos que Los colonos. Lo que ahora hay es épica, aunque el tema es triste y terminal. Se sabe el fin porque está en los libros de historia, pero la gran virtud del director Felipe Gálvez es darle personalidad a los acontecimientos.

En eso no escatima esfuerzos y juega a lo grande en sus ambiciones estéticas, eligiendo el western, género que nunca desaparece a pesar de sus infinitos verdugos.

Pero lo que más sorprende del primer largometraje de Felipe Gálvez es su progresión dramática, haciendo bascular la historia desde Menéndez y sus hombres hasta Segundo y Kiepja. Desde los páramos abiertos de la Patagonia argentina hasta la costa accidentada de Chiloé en Chile. Una auténtica aventura americana. Un real ocaso selk’nam.

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