Alan Pauls: Mascarillas, viejos y clonazepop

"Estetizar una mascarilla hospitalaria sin sacrificar su función es algo digno de agradecer: toda variación personal sobre un tema que angustia es un intento de apropiarse, “customizándola”, de una situación indeseada; convirtiendo una imposición en una materia prima invertimos mágicamente la situación violenta de la que somos víctimas; la mascarilla ya no se nos impone como una necesidad urgente; es nuestro hobby, nuestro vicio, nuestra perversión chic".



Impresiona lo rápido que la mascarilla pasó de accesorio técnico ominoso a dernier cri fashion. En cada incursión por Instagram me topo con media docena de avisos nuevos donde chicas y chicos jóvenes y espléndidos, aprovechando el tiempo libre que les dejan las sesiones de modelaje convencional -donde lucen lo más desnudos que pueden esos cuerpos de otro mundo que tienen-, promocionan los encantos de una prenda cuya función primordial es tapar (es decir, teóricamente, dejarlos sin trabajo). Entiendo ahora la ecuación taparrabos/tapabocas, lapsus inspirado con el que el intendente de la ciudad argentina de Colón tuvo la delicadeza de animar hace unos días una conferencia de prensa, género plúmbeo por excelencia. ¿No es la boca, hoy, el verdadero órgano tabú? ¿No reina en las ruinas al que quedaron reducidos por el confinamiento sus ilustres antepasados macho y hembra, marchitos por la distancia social, el estrés, la desconfianza, el terror al futuro? Los modelos más intrépidos de mascarillas ya especulan con esa dialéctica de deseo y de muerte: son seguros y cumplen con la ley, pero tienen volados, o costuras insinuantes, o calados falsos que prometen (más de) lo que vedan. Los civiles comunes (es decir: los enfermos) entendemos ahora la auréola sexy que envolvía al gremio de médicos, enfermeros y personal sanitario general cuando entraban en acción y, enmascarados, con tiaras de sudor en la frente, repatriaban moribundos del más allá. Como cualquier pertrecho llamado a ocultar y proteger, la mascarilla apuesta a mantenerse en su puesto como un soldado y a cumplir con su misión. Pero siempre distrae un puñado de fichas menos visibles para jugarlas a una promesa paradójica que sólo funciona si no se cumple: la posibilidad de caerse -y dejar al desnudo lo que tenía la misión de custodiar. Esa posibilidad -que no nos atrevemos a desear, pero nos ronda- es la que enciende nuestros bajos instintos, rebeldes a cualquier virus de murciélago chino.

Hay mascarillas de 10 euros y de 50; de algodón, de poliéster, de nailon, de papel de seda, de terciopelo; hay lisas y estampadas, sobrias y de diseño, recatadas y provocativas, serias e irónicas, adustas y arty, higiénicas y trash. La variedad es reconfortante. Sólo un puritano pretendería que en plena pandemia hubiera un solo modelo de tapabocas; un puritano o un comunista a la Kim Jong-un, que consumaría así la igualdad universal que muchos se equivocan en publicitar como side effect aleccionador del virus. Estetizar una mascarilla hospitalaria sin sacrificar su función es algo digno de agradecer: toda variación personal sobre un tema que angustia es un intento de apropiarse, “customizándola”, de una situación indeseada; convirtiendo una imposición en una materia prima invertimos mágicamente la situación violenta de la que somos víctimas; la mascarilla ya no se nos impone como una necesidad urgente; es nuestro hobby, nuestro vicio, nuestra perversión chic.

Pero el fenómeno tiene su lado incómodo. Por lo pronto, el malestar que produce la rapidez fulminante con que la necesidad se convierte en negocio y una herramienta salvadora en mercancía de alto rendimiento. Y hay algo incómodo también en el hecho de que a la hora de enmascararnos podamos “elegir” entre un pedazo de tela miserable y poroso y un suntuoso bozal blindado firmado por Comme des Garçons. La diferencia de precios y de looks reinstaura la inequidad en el corazón de la batalla contra la muerte. Lo que se estetiza, en ese caso, no es la mascarilla, no es el accesorio en sí, sino la vieja lucha de clases que lo atraviesa y lo preña. Sean de Prada o de un taller textil de suburbio, deberían ser gratuitas. Eso es lo único que, además de salvadoras, las volvería sexies.

En Berlín no son obligatorias. Su uso está “strongly recommended”, que es la voz elegida por las autoridades para ordenar sin ordenar, prohibir sin prohibir, controlar sin controlar, un arte alemán bastante impresionante y oportuno dadas las circunstancias, capaz de despertar toda clase de suspicacias, pero también, en contexto de pandemia, y a la luz del abanico de soluciones autoritarias que campean por el mundo, toda clase de envidias. Dicen que serán obligatorias muy pronto para viajar en el transporte público, una experiencia que los locales que pueden darse el lujo de prescindir de ellas ya recuerdan (estetizan) con nostalgia.

Los que usan mascarilla, por el momento, son los viejos, abrumadoramente. Los viejos encarnan en estos días las dos posiciones más difíciles que se pueda imaginar: la posición de víctima y la de verdugo. Son el grupo de riesgo por excelencia; en ese sentido, el Covid-19, al limpiar la planta de todos esos brazos y mentes improductivas, actúa como el más eficiente y desalmado de los patrones. Pero ser el target primordial del virus los carga también de peligro, los vuelve amenaza, polo de contagio, bomba de tiempo. De ahí la inquietud que se percibe en la convivencia cotidiana con ellos. ¿Qué hacer, en efecto: protegerlos o temerles? ¿Acercarse a ellos o escaparles? Yo, si fuera ellos -es decir, si cobrara sus jubilaciones, padeciera sus penurias sanitarias, sufriera su soledad, fuera el objeto de humillación, desprecio y olvido que son-, no lo pensaría dos veces: me tiraría sobre el primer ejemplar de juventud saludable que me saliera al paso y lo besaría en la boca con fruición, largamente, como un vampiro punk. “¿Por qué se preocupan tanto por nosotros, si en la vida común y corriente hacen todo lo posible por liquidarnos?”, se preguntaba mi madre (85 años) hace unos días en uno de los audios incendiarios que me manda por WhatsApp.

No había mascarillas la otra tarde en el parque. (Tampoco viejos.) Así se divide la vida ahora: en adentro y afuera. Al menos en Berlín, donde todavía queda cierto afuera adonde salir. El techo, las cuatro paredes, conquistas de civilización, son tan ambivalentes como la mascarilla o el lugar de los viejos: son factores de supervivencia, pero también de indignidad, de degradación, de retrogresión. La intemperie, que es de donde se suponía que veníamos escapando como especie, es ahora sinónimo de autonomía y libertad. Estábamos en el Hasenheide, uno de los parques más emblemáticos de Kreuzberg. Un parque enorme, con un pequeño zoológico, un hotel para insectos, tres zonas de juegos para chicos, hondonadas para ciclistas suicidas, dealers, un bar de los años 50 con columnas y el techo ondulado y metros y metros cuadrados de pasto y árboles y ortigas traicioneras. Cuatro personas hacían música bajo unos árboles. La formación era peculiar: dos cajas, una guitarra, un violín, un saxo. La tipología de los miembros de la banda: largas cabelleras encanecidas, sombreros country, vestidos sobre calzas de lana (había 20 grados), sandalias con medias. Cuatro Patti Smiths abocados a interpretar una playlist de grandes éxitos de los años 80. Digo “interpretar” en sentido fuerte: todo -desde “Los cazafantasmas” a Wham!, pasando por Lionel Ritchie y Kenny G.- aparecía procesado por un downtempo sistemático, inflexible, exasperante. El highlight de este clonazepop llegó cuando tocaron “The final countdown”. La versión, en cámara lenta, larga y repetitiva como un mantra, contradecía todo lo que decía la canción y la convertía en una especie de himno zen. Nunca el hard rock sueco estuvo tan cansado.

En realidad, había viejos esa tarde en el Hasenheide. Ellos -los Patti Smiths- eran los viejos. Tocaban sus cosas para 20 o 25 personas dispersas en 50 metros a la redonda, tiradas sobre mantas en el pasto, junto a sus bicicletas, que tampoco parecían escucharlos con demasiada atención, distraídas como estaban con los tontos placeres ociosos de una tarde soleada de fin de semana. De vez en cuando alguien aplaudía y otros, saliendo del letargo, aplaudían también, probablemente sin saber bien qué, y todo iba sucediendo así, en esa mezcla de sopor, tedio, indiferencia y también, a su manera, voluptuosidad. Ninguna presión, ninguna exigencia, ninguna expectativa. ¡El anti Woodstock! Y de pronto, de ese combo apático de patio de clínica de rehabilitación, a la vez sorpresivo y respetuoso, como una propuesta, brotaba algo así como un modelo de experiencia común bastante admirable: el reciclaje de un material inmundo (el pop comercial de los 80) en una banda sonora lenta, pensativa, sustentable; la belleza de lo que se hace para nadie o para muy pocos, sin pedir nada a cambio; un cierto hedonismo pragmático, sin arrogancia ni lujos; una forma de estar juntos a distancia, sin acuciar al otro, simplemente reconociendo su presencia y respetándola; algo parecido a una sabiduría modesta, que alguna vez, cuando el lugar de las máscaras era el teatro, fue el patrimonio de los viejos. D

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