Columna de Daniel Matamala: De amarillos, nada

Cristian Warnken, líder de Amarillos por Chile junto a Andrés Jouannet y Zarco Luksic. FOTO: DIEGO MARTIN/ AGENCIAUNO


Ya están por cumplirse 100 días del plebiscito de septiembre. 100 días de negociaciones rocambolescas para buscar una salida al escenario constitucional, que esta semana alcanzaron el clímax del absurdo. Cuando el acuerdo para elegir un órgano constituyente por voto ciudadano parecía al fin inminente, fue trabado por la intervención de una fuerza conocida como “Amarillos”.

¿Qué hacen ahí y por qué se arrogan la autoridad para bloquear un acuerdo?

Mirado con un mínimo de distancia, es incomprensible.

Los negociadores formaron una “mesa chica” para buscar un acuerdo final. En ella participaron la UDI, Renovación Nacional, Evópoli, la Democracia Cristiana, el PPD, el Partido Socialista, el Frente Amplio y… Amarillos.

Los siete primeros son partidos o conglomerados políticos que han sido votados por la ciudadanía y, en virtud de ello, tienen parlamentarios, que deberán ratificar cualquier acuerdo en el Congreso.

Amarillos, en cambio, no ha recibido un solo voto en elección popular alguna. Ni siquiera ha juntado aún las firmas para ser un partido político. Y eso que su meta es modestísima: reunir 3.876 apoyos para constituirse en cuatro regiones del sur.

Su fuerza en el Congreso se reduce a Andrés Jouannet, un diputado exDC, elegido en cupo del Partido Radical. Controlan, en suma, el 0,65% de la Cámara de Diputados, el 0,00% del Senado y han recibido el 0,00% del voto popular.

Sin embargo, han tenido un rol clave. Hace algunas semanas, al menos en público había consenso entre derecha, centro e izquierda en un mínimo democrático: que la nueva Constitución debía ser redactada por personas elegidas por la gente. Entonces, Amarillos irrumpió con una propuesta insólita: una convención 100% designada por el Congreso.

Algo así como el Congreso Termal de la dictadura de Ibáñez cuando, en 1930, los partidos políticos se reunieron en las Termas de Chillán para repartirse los cupos del Congreso: 36 diputados para los radicales, 30 para los liberales, 23 para los conservadores…

Casi un siglo después, en plena democracia, algo así debería ser impensable. Pero ahí estaba Amarillos, proponiendo que los partidos se repartieran los cupos entre ellos, sin pasar por el molesto trámite de que los ciudadanos tuvieran algo que decir al respecto.

Esa intervención derribó el acuerdo. La derecha retiró su propuesta de un órgano electo de 50 personas, alegando que “las condiciones cambiaron”, y volvió a presionar por un cuerpo parcialmente designado.

Esta semana, de nuevo un pacto pareció inminente. El oficialismo se resignó a aceptar la anterior propuesta de ChileVamos: 50 miembros electos. Pero el líder de Amarillos, Cristian Warnken, se opuso tajantemente. Según La Tercera, “el rol de Amarillos fue crucial para frenar la firma de un nuevo pacto constituyente, lo que le dio una excusa a Chile Vamos para no retomar la idea de un órgano 100% electo con 50 integrantes”.

Warnken exigió que al menos parte de la nueva Convención fuera formada por, según dijo, “los sabios de la tribu”. ¿Y quién decide quiénes son esos virtuosos portadores de la sabiduría? Adivine: serían los partidos políticos, a través del Congreso, quienes los elijan a dedo. ¿Sabios? ¿Expertos? Basta de eufemismos. Serían, simplemente, designados.

Las palabras de Warnken a la salida de esa reunión son un buen compendio de las frases hechas, contradicciones y temor a la democracia que ha caracterizado a Amarillos en este debate.

“Se está instalando una suerte de dictadura de facto”, denunció ante la insistencia de algunos partidos de que los representantes de la ciudadanía sean elegidos -miren qué locura- por la ciudadanía. “Esos son los caminos populistas, allá llevan los caminos populistas”, protestó. Una convención elegida “sería inaceptable”, reiteró dos veces, para luego aclarar que “nuestro espíritu es el espíritu de los acuerdos y de lo razonable”.

Es una línea argumental difícil de seguir. ¿Qué la Constitución sea redactada por personas elegidas es “una dictadura de facto”? ¿Respetar la soberanía popular es “populismo”? ¿Amenazar con que una elección democrática es “inaceptable” es “el espíritu de los acuerdos y de lo razonable”?

Al final de esta perorata hubo, sin embargo, un momento de bienvenida sinceridad. “Somos un partido en formación, no tenemos ninguna posibilidad de elegir convencionales”, dijo. Claro, Amarillos no puede competir en la cancha de la democracia: las elecciones. Pero sí ha mostrado gran talento para acumular influencia en los pasillos del poder, y un Congreso Termal sería un escenario mucho más propicio para ellos.

Lo que queda al desnudo es el verdadero espíritu de Amarillos. Irrumpieron el verano pasado con un amplio financiamiento y generoso espacio en los medios de comunicación, autoproclamándose como los portadores de valores como la moderación, la razón y el sentido común.

Sin embargo, ya en la campaña del plebiscito mostraron poco de eso. Algunos de sus voceros se dedicaron a menudo a esparcir fake news, alimentar interpretaciones descabelladas de la propuesta constitucional, y ningunear la capacidad de los ciudadanos para leer ese texto por sí mismos.

Tras el plebiscito, se autoasignaron la vocería de una “mayoría silenciosa”. Pero, lejos de ser un puente de moderación entre derecha e izquierda, han derivado a posiciones extremas, muy útiles para quienes intentan boicotear un acuerdo constituyente. Tras la intervención de Warnken, el presidente de RN lo dijo con todas sus letras: “no voy a firmar ningún acuerdo que no sea una comisión mixta”.

En otras palabras, los elementos más radicales de la derecha los están usando para sacar las castañas con la mano del gato.

De amarillo, Amarillos hoy no tiene nada. Su verdadero color es un extremismo antidemocrático que dinamita acuerdos y es funcional a quienes prefieren patear el tablero antes de aceptar una Constitución redactada bajo las reglas de la democracia.

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