Antes que quede nada

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La junta nacional de la Democracia Cristiana realizada el sábado pasado. Foto: Javier Salvo


Es bien triste, por no decir patético, lo que está ocurriendo con la Democracia Cristiana. ¿Qué queda de la mística de ese grupo de jóvenes católicos que rompió contra el partido Conservador -muchos de ellos también contra sus familias y amigos- para constituir una fuerza política que, inspirada en la doctrina social de la Iglesia, impulsó procesos como la reforma agraria, la sindicalización campesina, la promoción popular o la chilenización del cobre? ¿Qué rastro queda de la sabiduría de Frei Montalva, la elocuencia de Radomiro Tomic o la nobleza de Bernardo Leighton?

Y aunque las comparaciones pudieran ser injustas, y muy especialmente por los gigantescos cambios que ha experimentado el país y sus ciudadanos -donde la política tiene menos centralidad en la vida de las personas y muchas de las épicas causas de antaño son hoy un patrimonio civilizatorio de toda la sociedad chilena- no fue hace mucho que la Democracia Cristiana tuvo un rol central en una transición que, junto con recuperar las libertades, también nos brindó niveles de prosperidad como nunca antes habíamos visto.

A casi 30 años de haber asumido Patricio Aylwin ese primer gobierno democrático, la DC ha perdido más de un millón de votos, enfrentando ahora uno de los peores resultados de su historia, donde muchas de sus figuras -sea por la vía de la renuncia o alejándose de manera silenciosa- han abandonado ese hogar que tan central fue en su biografía personal y colectiva. Otros, no con mucha esperanza, se aferran a los vestigios y a esa pálida sombra de aquel lugar que alguna vez los llenó de orgullo. Pero lo que queda, o al menos lo que se ve por estos días, es un triste espectáculo de recriminaciones mutuas que, en un abismo de perplejidades y confusiones por haber extraviado el rumbo, se llena solo con rabias, recriminaciones y vendettas.

Justo es reconocer que casi todos los que hemos tenido algo que ver con esta fuerza política en las últimas décadas, somos responsables por su deterioro y fracaso; no solo por habernos alejado de tantos que otrora confiaron en nosotros, sino también por haber deshonrado una historia y un legado del cual hace mucho tiempo no somos merecedores.

Cuando pienso en otros casos similares, como fue lo ocurrido con la Democracia Cristiana italiana, al menos pareciera que ellos sí tuvieron la dignidad para cerrar el ciclo, e incluso ante sus profundas diferencias y descrédito ciudadano, optaron por proteger un pasado colectivo y se disolvieron sin que ningún grupo pudiera reclamar de manera posterior la titularidad de ese nombre que tan importante había sido para ellos y su país.

Y en un gesto de humildad, generosidad y sensatez, quizás lo más digno sería proceder de manera similar, antes que quede nada por recordar.

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