Columna de Álvaro Ortúzar: Responsabilidad patrimonial de directores de una fundación



Ciertas fundaciones invitan a integrar sus directorios a personas que les aportan respetabilidad, buen nombre y confianza ante la opinión pública y las autoridades. Algunos directores piensan que, frente a actos de fraude o mala administración, bastaría con renunciar y alegar desconocimiento de tales actos para desvincularse de responsabilidades; o bien estiman que la gratuidad en el ejercicio del cargo salvaría esta situación. Sin embargo, no es así. Los directores de una fundación responden con su patrimonio y solidariamente, en el caso que hayan incurrido en negligencia en el ejercicio de sus funciones y con ello se hayan ocasionado perjuicios a la propia organización o a terceros. La ley que regula estas asociaciones establece que en el ejercicio de sus funciones los directores responderán solidariamente hasta de la culpa leve por los perjuicios que causaren. Y la culpa leve, como la define el Código Civil, es “la falta de aquella diligencia o cuidado que los hombres emplean ordinariamente en sus negocios propios”. Por consiguiente, este es el parámetro con que se examinan los actos u omisiones de los directores.

Es al directorio a quien corresponde la administración de la fundación, y ese encargo jurídico (y obvio) se traduce en tomar decisiones, cuidar su patrimonio, controlar los actos del gerente y rendir cuenta de la inversión y manejo de los fondos. Siendo estas sus obligaciones, el director que quiera salvar su responsabilidad debe hacer constar su oposición a un determinado acto o acuerdo. Es bueno agregar que estos deberes cobran mayor relevancia si quien es el aportante de dineros es el Estado, pues en tal caso hablamos de las arcas fiscales, es decir, provenientes de los contribuyentes. El Estado es un asociado de la fundación, como lo podría ser cualquiera que done parte de su patrimonio. Por lo mismo, como asociado es un fiscalizador del uso del dinero.

Junto con comprender el alcance de las reglas que se han mencionado, se advierte que en los casos que hoy son materia de escándalo, ni los directores han ejercido sus funciones de administración, ni el Estado las de control. Y si esto es así, resulta que quien puede haber causado un daño patrimonial a los contribuyentes -socios del final de la cola- son ambos, representados por las personas que han incurrido en los actos u omisiones por falta de cuidado en la administración o en la exigencia de que las cuentas sean rendidas.

Cualquiera se pregunta -con mucha razón hoy en día- cómo es posible que enormes cantidades de dinero transiten del Estado a fundaciones con el mismo tratamiento que se le podría dar a una chauchera, a una minucia que resulta indiferente. Y también, hasta qué punto puede creerse que ser director de una fundación consiste en solo prestar el nombre, el trato y la fama sin ninguna consecuencia.

Por Álvaro Ortúzar, abogado

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