Columna de Ascanio Cavallo: Abrir los ojos con tiempo

Eduardo Frei Ruiz-Tagle.


Lo que le está pasando a la Democracia Cristiana es una sinopsis de lo que le va a pasar al país en las siete semanas que vienen y una conjetura de lo que le puede ocurrir más allá. Es cierto que la deriva autodestructiva de la DC lleva ya varios años, casi independientemente del desarrollo político, con un clima de pasiones reverberantes que parece buscar nuevas disputas más que resolver las pendientes. La lógica diría que un partido que en 30 años ha perdido 50 diputados y ocho senadores (¡cuando ambas cámaras han aumentado!) tendería a replegarse sobre sí y a buscar las fuerzas para volver a crecer. No es así: lo que ha crecido es el apetito por la expulsión.

De acuerdo: el de la DC puede ser un caso de canibalismo celular. No hay ningún otro partido que se haya atrevido a amenazar con la expulsión a figuras “notables”, y menos a un expresidente de la República, por disentir de una opción electoral. No se ha oído que en el PS o el PPD alguien haya imaginado tal cosa respecto de Ricardo Lagos. Igual que Lagos, Eduardo Frei meditó mucho tiempo, conversó con mucha gente, consultó a muchos correligionarios y en su caso firmó, con otros siete expresidentes del partido, una petición para declarar la libertad de acción, por el hecho simple, y visible para todos, de que el plebiscito del 4 de septiembre lo desgarraría. Desde que esa propuesta no fue atendida, lo que ha sucedido se volvió predecible.

Lo primero que muestra el caso de la DC es que la definición blanquinegra de Apruebo o Rechazo infectará en estos días a todos los espacios comunitarios, cualquiera sea su tamaño. La polarización es el resultado inevitable de someter a la sociedad a la idea de un corte histórico, donde cada opinión adquiere el viso de una definición épica, es decir, trágica. Los países salen generalmente mal de ese estado de ánimo; los únicos que no pueden ignorarlo son los partidos.

La polarización se agudizará a medida que se acerque el 4 de septiembre y permanecerá una vez que pase. Esto es lo que trata de evitar el Presidente Boric cuando imagina una alternativa que, a la vez, mantenga la voluntad reformista y llene el vacío de un rechazo a la propuesta de la Convención Constitucional. El gobierno ha comprendido que la polarización puede servir para ganar elecciones, pero es una desgracia para gobernar.

La segunda dimensión envuelta en el caso de la DC tiene alcances más largos. El rechazo a los “notables”, el desprecio a las autoridades pasadas y la amenaza contra Frei reproducen un cuadro de repulsa a las élites similar al que prevaleció en los días del 18-O. La Convención se sintió siempre heredera de ese espíritu y por eso persistió con denuedo en desechar a todos los posibles líderes, políticos o intelectuales, como se expresó en la noche de la elección de la segunda mesa, noche de Walpurgis en la que hubo más votos en contra que a favor de algo.

El antielitismo no es lo mismo que el populismo, pero en las sociedades actuales se funden en un abrazo muy estrecho. Comparten el rechazo a la riqueza y al poder económico (ese es el punto de partida), y luego a la política y los partidos, a la educación, a la burocracia estatal, a los símbolos de poder, a la meritocracia igual que a la aristocracia y, en forma muy especial, a cualquier modalidad de autoridad histórica. Se trata de reinterpretar todas las formas de poder como herramientas de la élite para mantener excluidas a las masas populares. Ya no es explotación, como en el marxismo clásico, sino exclusión o, en un lenguaje más postmo, “invisibilización”. Ya no se trata de la plusvalía monetaria, sino de una plusvalía existencial.

Algo de esta borrasca intelectual permea también al gobierno del Presidente Boric. De ahí nacen sus aparentes descuidos, su aspecto de informalidad deliberada, sus rifirrafes con lo institucional. Sólo que, más temprano que tarde, el gobierno está obligado a gobernar, y eso le exige preocuparse de cosas tan elitarias como la inflación, el orden mundial, la violencia y lo que pasa después del 4 de septiembre. El nuevo planteamiento de Boric se sitúa precisamente en el rango de lo que se podría llamar “conciencia de gobierno”.

La cuestión crucial es que el impulso populista tiene una relación únicamente de oportunidad con el plebiscito; se juega mucho en él, pero no se juega todo. Consiguió imponerse en las deliberaciones de la Convención; pero no se ha impuesto en la sociedad de una manera inequívoca y tendría dificultades para volver a imponerse en un proceso constitucional nuevo. Nadie debería extrañarse si el Presidente es acusado de traición por haber abierto esa posibilidad; pero de otra manera, el 5 de septiembre el gobierno se quedará con un país dividido y una mitad enojada, ofendida y desilusionada.

En el 2019, la pulsión populista chilena se mostró como una de las más vigorosas del mundo. Sólo que, a diferencia de la política bufa de Italia, de la necrosantería venezolana o de la política mafiosa del Este europeo, ha carecido de líderes que traduzcan sus deseos. Ese espacio está vacío y a la espera de que aparezca la figura redentora. Si hay un peligro para la democracia chilena, se agazapa mucho más en ese trono vacante que en las veleidades del plebiscito, que después de todo no será más que un accidente, feliz o penoso, para el proyecto del poder puro y duro. De verlo a tiempo depende la posibilidad de contenerlo.

Eso es lo que hoy se le escapa a la mayoría de los partidos: lo que tienen al frente no es una vieja élite agotada, sino una nueva élite que querrá constituirse sobre sus ruinas. La salida de la trampa de la antipolítica no es la claudicación, sino alguna forma de autoafirmación, alguna memoria de que los partidos fueron los grandes cauces del pueblo y no sus enemigos. Hay que recordar a Gracián: “Ni la promesa inconsiderada ni la resolución errada indicen obligación”.

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