Columna de Ascanio Cavallo: La hora de la Constitución

Foto: Mario Téllez / La Tercera


El proceso constitucional ha concluido. Sólo queda la votación final del Consejo Constitucional y, un mes después, el plebiscito para ratificarlo o rechazarlo. ¿Qué se puede decir a estas alturas?

Lo primero: culmina un extenuante período de cuatro años de debates, fórmulas y mecanismos. En este cuatrienio, Chile lo probó todo y llegó hasta este último ensayo, uno de los más complicados que pudo haberse pergeñado, emulando la mecánica parlamentaria y su laberinto de primeros y segundos trámites, comisiones, plenarios y hasta comisiones mixtas. No es una casualidad que esto se hiciera con el apoyo del mejor personal administrativo del Congreso, que lo facilitó con singular generosidad.

A pesar de su rareza y la falta de precedentes, la Comisión de Venecia, invitada a opinar sobre algunos elementos de la discusión, estimó que “todo el procedimiento (…) se ajusta a los estándares generales de la democracia y el Estado de Derecho”. Por lo tanto, lo que no cabe decir es que el proceso no haya sido democrático. Punto despejado.

En el clivaje que hoy distingue a la izquierda de la derecha en gran parte del mundo, que es el predominio del Estado versus la autonomía del individuo, ha pasado algo extraño. La primera curiosidad es esta: la Constitución vigente tiene más artículos, con un total de alrededor de 31.000 palabras. El proyecto actual tiene menos artículos, pero alcanza a 50.000 palabras. ¿De dónde salen esas 19.000 palabras adicionales? Principalmente, de una espesa ramada de órganos estatales nuevos, unos 20 en total, la mayoría de los cuales son contrapesos o supervisores de los ya existentes. Sólo permanecen libres de supervisión dos órganos unipersonales, el Presidente de la República y el contralor. Es toda una paradoja: se trata de controlar al Estado, pero no reduciéndolo, sino con más organismos de Estado.

Esto dice mucho de la naturaleza ambigua del Partido Republicano (que en estas materias llevó la voz dominante), en la que conviven con dificultad sus pulsiones conservadora y liberales. El liberalismo no pudo triunfar en este caso; si lo hubiera hecho, sería un texto más breve y menos tortuoso.

No es nada claro que la modernización del Estado, que a estas alturas es más imperiosa que su tamaño, se vea favorecida con este sistema de contrapesos. Más bien parece posible que se amplíe la judicialización de las controversias, puesto que todo resulta impugnable cuando existen instancias para hacerlo.

Al mismo tiempo, ciertas normas tienden a evitar que las sentencias lleguen al grado de convertirse en políticas públicas, pero eso tiene nombre y apellido: Sergio Muñoz, el ministro que ejerce su notoria hegemonía sobre la Tercera Sala de la Corte Suprema. Así que: por un lado, más oportunidades para litigios; por el otro, límites para los jueces. Raro.

La derecha aceptó que la declaración del “Estado social y democrático de derecho” no era finalmente incompatible con el carácter complementario entre el Estado y el sector privado en la provisión de algunos derechos, una forma de quitarle la mecha a lo que la izquierda enarbolaba como su principal estandarte. En cuanto a pensiones, salud y educación, nada cambia entre la Constitución actual y el nuevo proyecto.

El presidencialismo sale reforzado, a pesar de todos los discursos en su contra. Esto era esperable desde la derecha, y lo fue más desde el acuerdo para conservarlo que establecieron el PC y la UDI en la Convención anterior. El presidencialismo quedó tan indemne, que, por ejemplo, entre todas sus prudentes observaciones, la Comisión de Venecia se vio obligada a advertir que las atribuciones del Presidente para nombrar nuevos miembros del Tribunal Constitucional no son aconsejables.

Los partidos resultan más exigidos, con un nuevo mínimo para existir y con algunos estímulos para evitar la fragmentación y poner freno al “transfuguismo” parlamentario. Con raras excepciones, todos los sectores reconocen que estos cambios son un avance y no se podrían hacer desde el Congreso. Es una de las oportunidades más importantes que pueda tener una nueva Constitución para ajustar las tuercas del sistema político.

La comisión mixta que introdujo las últimas correcciones al borrador le quitó algunas de las excentricidades más “derechistas”. Pero no podría cambiar la orientación general del texto, que sigue la de la mayoría democráticamente elegida. La principal diferencia con el proyecto rechazado de la Convención es que se trata de una propuesta menos estridente; la principal semejanza es que es adversarial, es decir, que está construida en contra de otro sector. La idea del consenso se perdió, más o menos, a la altura de la Comisión Experta, y ya no se repuso en la postrera comisión mixta, donde los adversarios se limitaron a omitirse cada vez que hubiesen preferido cambios más profundos.

La izquierda se puede declarar poco presente, pero no inocente: el más de centenar de enmiendas que presentó al término de la Comisión Experta contribuyó a perforar el espíritu de consenso. De ahí en más, adoptó la actitud de no colaborar y encerrarse en la esquina del sombrero cónico, reclamando por el hecho penoso de ser minoría. Un daño equivalente produjo después la derecha, presidencializando el proceso con la agria e inopinada controversia entre Evelyn Matthei y José Antonio Kast. La alcaldesa de Providencia, que en esa intervención sugirió que estaría en contra, terminó afirmando, esta semana, que ahora sí estaría a favor.

¿Qué viene ahora? La derecha de Chile Vamos y la de Republicanos ya superaron sus diferencias y buscarán consolidar el proyecto para cerrar el debate. Un resultado adverso podría dañar su aspiración de recuperar el poder, pero ha decidido tomar el riesgo. Republicanos tiene aún el problema de origen: nació para oponerse al cambio constitucional y ha terminado liderando una nueva Constitución.

La izquierda no ha logrado tal unidad y está ante una situación lose-lose. La representada por el gobierno ha de elaborar una explicación para la aporía de haber impugnado la Constitución del 2005 (como si fuera la de 1980) y sostener ahora que es mejor esa que la nueva. La izquierda y centroizquierda que están fuera de ese compromiso disponen de otras libertades. Pero en cualquier caso el voto de rechazo necesitará enmascarar el hecho de que su finalidad es volver a ir, lo antes posible, en contra de la Constitución vigente.

Ardua faena.

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