Columna de Ascanio Cavallo: La “vía pacífica hacia el socialismo”

Maria Elisa Quinteros ,Elisa Loncón y Jaime Bassa,


Hace ya algunos años que Daniel Innerarity diagnosticó que el problema actual de las encuestas, como de otros estudios sociales, no es técnico, sino epistemológico. No se trata de que estén mal diseñadas o usen instrumentos anticuados. Es que hay un desajuste a la escala del conocimiento. Gruesamente, se pueden ver dos caras: una es la dificultad de recoger la opinión de las personas sobre una realidad que no comprenden, o que les parece caótica, descentrada, arbitraria, con demasiadas cosas distintas y contradictorias ocurriendo al mismo tiempo; la otra es tratar de encuadrar en categorías razonables a esas mismas personas, que no aceptan ser clasificadas en categorías y que exigen ser reconocidas en su propia singularidad.

Esto se puede decir también de toda la política. Los partidos y los dirigentes se constituyen sobre el supuesto de que las personas optarán por agruparse bajo una misma línea de pensamiento y que, luego, aceptarán ser dirigidas. La prueba de que esta inclinación (que alguna vez pareció natural) se ha deteriorado es que muchos grupos se sienten amenazados si el requisito para existir es un modesto 5% de los votos.

El problema de los dirigentes es que no hay quién quiera ser dirigido, o al menos no por las mismas personas ni por mucho tiempo. En octubre del 2019, la clave de las disrupciones callejeras consistió en que no hubiese dirigentes, tal como ha ocurrido en muchas revueltas del mundo desde más o menos la mal llamada “primavera árabe” del 2011.

Sin embargo, en el caso chileno, la forma de terminar con esas violencias, tal como la imaginaron los dirigentes, fue un acuerdo para modificar la Constitución. Desde luego, eso no tenía nada que ver con las demandas callejeras. O quizás tenía que ver con la globalidad de la sociedad, algo superestructural, abstracto, en cualquier caso distinto y lejano de lo que la gente estaba requiriendo a gritos y a palos. Tan lejano, que el acuerdo no detuvo la violencia.

Para la izquierda radical, este fue un triunfo neto. ¿Qué es la “izquierda radical”? Por ahora, esa amalgama entre jóvenes que actualizaron ideas antiguas con veteranos que han mantenido sus banderas sobre las ruinas de la utopía soviética. Es decir, la izquierda radical no es igual a la “extrema izquierda”, aunque haya entre ambas algunas zonas de superposición. La izquierda radical se propuso desde el comienzo como alternativa de la izquierda socialdemócrata, como continuación de experimentos históricos (la Unidad Popular) y como proyecto de superación del capitalismo en su fase actual.

El acuerdo de noviembre del 2019 significó que los adversarios de esta izquierda le habían dado vía libre a su principal exigencia, el cambio de la Constitución, acaso sin advertir que esto ha pasado a ser, en Latinoamérica, la nueva “vía pacífica al socialismo”. Quien primero la ensayó fue Hugo Chávez (“juro sobre esta Constitución moribunda…”), bajo el directo consejo de Fidel Castro, que había dejado de creer en la lucha armada al comenzar la década de 1980. Lo siguieron Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega y, de haber podido, también el Podemos español.

En Chile, la traducción más honesta de esa victoria táctica fue la Convención Constitucional, que estuvo a un tris de imponer una Constitución que sería el paso fundante de una nueva revolución “a la chilena”. Quizás fue un esfuerzo demasiado sincero. O demasiado ostentoso.

Lo que pasó no fue un mero rechazo, desconcertante para quienes creían que la sociedad estaba ya en un alegre tranco bajo la dirección de la izquierda, sino todo un cambio en la correlación de fuerzas, una advertencia de que esa misma sociedad no quería ser dirigida por tales dirigentes, es decir, que la interpretación de los hechos previos era un grueso error cognitivo. Que a esto se haya sumado un gobierno flojo es un asunto casi accidental, teniendo en cuenta la magnitud del giro social. Visto desde el enojo que se ha expresado en las últimas elecciones, hasta se podría decir que es el gobierno menos malo de los posibles. Por eso mismo, no un asunto con tanto fondo: se puede reducir, como hizo José de Gregorio, a un grupo de jóvenes que “lo tuvieron todo y lo perdieron todo”, una conclusión terrible, pero también paternal, pedagógica, reprobado con esperanzas.

El desajuste de comprensión está en la base de la situación actual: una de las campañas electorales más hipócritas de la historia, donde (casi) nadie dice lo que realmente piensa, la única guía es el cálculo y llena de gente agazapada. ¿Cómo podrían las encuestas predecir algo en un panorama semejante?

En dos elecciones sucesivas la izquierda radical ha insistido en negar que perdió su proyecto y su programa. Pero ahora sucederá que la “vía pacífica al socialismo” quedará sepultada por un tiempo que va a ser la próxima manzana de la discordia: ¿esta década o la siguiente? Hay que esperar, se repite, que cambie la mayoría circunstancial, como se dice siempre que se pierden las elecciones, el mantra de la derrota. En pocas palabras, que cambie la gente, ya que las prácticas políticas, corrupción incluida, no están cambiando mucho.

Nada es más abundante en la historia humana que los profetas que exhortan al cambio en las personas. Y las personas saben, por su experiencia de todos los días, que no hay cosa más difícil de cambiar que las propias costumbres, las propias ideas, los propios pecados. Las cárceles se hicieron para eso. Y por eso las sociedades dirigistas acaban pareciéndose tanto a las cárceles.

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