Columna de Carolina Tohá: ¿Todos contra Kast?

AFP


La preocupación por el ascenso de José Antonio Kast parece una nueva, y peor versión, del “no lo vimos venir”. Las carreras de último minuto rectificando el discurso y tratando de empatizar con los miedos de las personas no son una respuesta suficiente. Tampoco los retoques del programa. Lo que se requiere es un ajuste en la lectura del país y en el proyecto que se le ofrece. El costo de no hacerlo puede traducirse en que las enormes energías que ha desplegado nuestra sociedad a favor de un cambio de futuro se vuelquen en contra de ese propósito.

La esperanza levantada por un nuevo orden institucional más justo e inclusivo sigue teniendo un piso importante: el proceso constituyente está en pleno desarrollo y existe una amplia conciencia en la sociedad sobre necesidad de cambios. También hay una sólida mayoría que concuerda en la orientación general que esos cambios debieran tener: asegurar derechos sociales, reconocer más poder a los territorios, apostar a un desarrollo armónico con la naturaleza, incorporar más conocimiento e innovación en nuestra economía, reconocer derechos y mayor autonomía a los pueblos indígenas, hacer del feminismo un eje transversal. No es poco. Sin embargo, esa corriente de fondo que apunta mayoritariamente en una dirección se topa con unas mareas bien revueltas respecto de los desafíos inmediatos. Allí prima una completa discordia respecto de cómo enfrentar temas como la seguridad, los retiros, el sistema de pensiones, el conflicto mapuche. Tanto así que muchas personas que se sienten parte de lo que llamamos la corriente de fondo han ido moviendo sus preferencias electorales hacia una propuesta conservadora como la de Kast.

Las lecciones aprendidas por el progresismo en el mundo nos muestran que la única forma de avanzar es ofrecer un horizonte de transformaciones hacia una sociedad más justa, transitando por un camino de mejorías graduales, no de sufrimientos y pérdidas. La idea de los socialismos reales que ofrecían un paraíso al que se llegaba transitando por el infierno resultó como sabemos. Las experiencias latinoamericanas de proyectos progresistas que desafiaron a los poderosos, pero descuidaron detalles como la economía, la seguridad o la estabilidad, terminaron con los poderosos más cómodos que nunca. No digo que ahora estén por cometerse esos mismos errores, pero sí creo que se están desaprovechando las lecciones que dejaron.

El progresismo chileno en sus múltiples variantes ha hecho una reflexión significativa a lo largo del tiempo. El golpe de Estado, la transición democrática y el agotamiento de la experiencia de la Concertación han sido fuente de aprendizaje y evolución política. Sin embargo, sus referentes políticos hacen todo lo posible por ocultarlo. Proyectan campañas y discursos simplones y amenazantes. Hacen caricaturas allí donde debieran poner matices. Ocultan certezas que saben fundamentales por miedo a caer mal y ser funados. Descalifican a sectores que en el fondo valoran. Le temen a la gente en lugar de convocarla.

El conservadurismo que se está levantando hoy en Chile no es un monstruo fascista: son personas preocupadas que piden ser escuchadas. Hacerlo no es darles una aspirina discursiva o una línea en el programa, sino demostrar que el cambio de futuro que se les ofrece se hará cargo del presente que va a generar, y del que está generando ahora mismo.

Lejos de lo que suele decirse en estos días, no son los programas los que nos pueden salvar. Quien sea que gane no tendrá mayorías en el Congreso para realizar sus planes. Y deberá lidiar con un país disconforme e impaciente, que no dudará en darle la espalda al primer error. Lo que nos puede salvar de la ola conservadora que se está levantando es que el próximo presidente o presidenta rompa el bloqueo de la política e invente una nueva forma de viabilizar la colaboración. Que salga algo en limpio de las peleas. Que las diferencias enriquezcan las decisiones, no que las imposibiliten. Eso es lo que tanto se buscó en la época de la transición: recuperar la política después de la ruptura más violenta de nuestra convivencia democrática. Era un desafío enorme y se logró sortear, aunque implicó costos gigantescos. Sin duda, se pudo hacer mejor, tuvo errores, omisiones, renuncias. Pero logró lo fundamental de su cometido, con creces. Ahora se debe inventar una nueva formulación. La promesa no puede consistir, como sucedió en los 90, en enterrar los conflictos y disimular las diferencias. Esta vez el desafío es el contrario: abrirles paso, legitimarlas, pero evitando que nos paralicen o nos fracturen. Es política pura y dura, no política pública, no programa ni ofertón. Esa es la paradoja de nuestro tiempo: después de tanto denostarla, sólo la política nos salvará.

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