Columna de Daniel Matamala: 4.350 días

"Ni los narcos tuvieron los días contados, ni a los delincuentes se les acabó la fiesta, con un recrudecimiento de los crímenes más violentos. Delitos que antes eran muy infrecuentes en Chile, como el sicariato, los secuestros extorsivos o los ajustes de cuentas en lugares públicos, se han vuelto cada vez más habituales".



Narcos, tienen los días contados”. “Delincuentes, se les acabó la fiesta”. Ambas frases fueron omnipresentes durante una campaña presidencial, 12 años atrás. La promesa estuvo en la franja televisiva, en frases radiales, en gigantografías y carteles por todo el país.

Han pasado exactamente 4.350 días desde que el Presidente que fue elegido con esos eslóganes llegó por primera vez a La Moneda, donde ha gobernado ocho de esos 12 años. Y nadie pone en duda que los días de los narcos no sólo se siguen contando, sino que pasan por días de gloria. En la última década, las bandas de narcotráfico han ganado terreno en la sociedad chilena, expandiendo los barrios que controlan y en que prácticamente desplazan la autoridad del Estado. También han pasado al siguiente nivel con que el narco destruye las sociedades: la corrupción de las instituciones. Así ocurre en muchos casos con la infiltración de las policías, y con una primera alerta sobre el avance de la narcopolítica, que vimos en el escandaloso caso del Partido Socialista en San Ramón.

Ni los narcos tuvieron los días contados, ni a los delincuentes se les acabó la fiesta, con un recrudecimiento de los crímenes más violentos. Delitos que antes eran muy infrecuentes en Chile, como el sicariato, los secuestros extorsivos o los ajustes de cuentas en lugares públicos, se han vuelto cada vez más habituales.

Sebastián Piñera gobernó ocho de estos 12 años. Michelle Bachelet lo hizo en otros cuatro. Y aunque sus promesas en la materia no sean tan rimbombantes, su saldo no es más positivo. Su “legado” en esa área es haber promovido la aberrante ley de control preventivo de identidad, denunciada por expertos de todos los sectores como una medida efectista que viola la igualdad de los ciudadanos ante la ley, promueve al abuso policial y es ineficaz para controlar el delito.

No importó. El gobierno de la Nueva Mayoría estaba en problemas, y el proyecto parecía una popular señal de “mano dura”. El Congreso lo aprobó por amplia mayoría, y la Presidenta lo promulgó.

Esa es tal vez la principal barrera que impide a Chile tomar medidas efectivas sobre este asunto. Los debates públicos se dan en torno a sensaciones o casos emblemáticos, incluso con proyectos de ley bautizados con el nombre de alguna víctima, que incentivan una discusión más emocional que racional. Las voces que claman por “mano dura” toman protagonismo, y el debate se concentra en torno a medidas efectistas, como el aumento de penas. Pasado el impacto, nos olvidamos y a otra cosa.

Es un debate que recuerda las lógicas de un país que ha fracasado en el combate al delito: Estados Unidos, que concentra penas durísimas, incluida la de muerte, la población carcelaria más grande del mundo en proporción a su población (2,2 millones de presos) y una gran cantidad de crímenes violentos. Si hasta nuestras campañas publicitarias copiaron directamente a McGruff, el perro que combate al crimen en Estados Unidos, bautizándolo como Don Graf.

Chile ya tiene una alta tasa de presos por habitante (245 por cada 100.000 personas, contra el promedio de 213 presos en América Latina), sin que eso mejore ni la sensación de seguridad ni el combate a los delitos violentos. Durante muchos gobiernos, la promesa más repetida era tener más carabineros. Eso significó una abrupta caída en el nivel de formación y las capacidades profesionales de los uniformados, sacados antes de tiempo de las escuelas de formación para aumentar la sensación de presencia policial en las calles.

Y si la derecha ha pecado de efectismo, la izquierda ha tendido a restarse del tema, mostrando incapacidad para elaborar planes efectivos, o pensando la delincuencia como un subproducto inevitable de otros males sociales, como la desigualdad o la pobreza. En asuntos de seguridad ciudadana, la izquierda parece seguir la célebre frase de Ramón Barros Luco: “Hay sólo dos clases de problemas: los que se resuelven solos y los que no tienen solución”.

Tal vez el más claro resumen del fracaso ocurrió hace dos semanas. Mylene Cartes, una mujer imputada por microtráfico de drogas, murió en la cárcel de San Miguel, tras varios días en que no recibió atención médica oportuna. Ella ni siquiera estaba condenada; cumplía prisión preventiva a la espera de un juicio que nunca llegó. El caso revela las espantosas condiciones del sistema carcelario, denunciadas en múltiples informes del Instituto Nacional de Derechos Humanos y la Corte Suprema. Y también una persecución penal que se centra en los eslabones más débiles de la cadena, pero es incapaz de generar la inteligencia necesaria para desarticular redes de narcotráfico y el flujo de dinero que generan. Hay múltiples trabas legislativas que impiden un seguimiento efectivo de las transacciones ilegales. Claro, es más fácil detener a alguna jefa de hogar que consigue sus ingresos vendiendo papelillos en su casa, que ir por los peces gordos.

La delincuencia y el narcotráfico son problemas multifactoriales, que exigen soluciones complejas, partiendo por la profunda reforma de las instituciones policiales. Son medidas graduales, que obligan a comprarse problemas y pagar muchos costos durante un gobierno, con beneficios que recién llegan a largo plazo. Los frutos del buen trabajo de hoy probablemente sean recogidos por otros gobiernos.

Y mientras seguimos a la espera, los días se siguen contando.

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