Columna de Diana Aurenque: Los caballos



Hasta hace poco nunca pensé mucho en los caballos. Siempre los encontré fuertes, bellos y conmovedores a la vez; quizás porque así los descubrí de niña en películas como “El corcel negro” de Coppola o en “La historia sin fin”. Especies más divinas que terrenales. Pero pese a divinos, siempre fueron secundarios. Secundarios incluso en mi propia historia vital, en Independencia, donde crecí oyendo a lo lejos el habitual “partieron…” del Hipódromo Chile. Los entreví también acompañando al huaso chileno en algún programa de TV o mencionado en alguna lectura escolar obligatoria. También los vi por ahí en Cuasimodo, en la Parada Militar o tirando un carretón en la feria.

Ya mayor, en la universidad, supe de unos caballos en el Proemio de Parménides -uno de los grandes presocráticos fundadores de la filosofía. Pero tampoco ahí fueron protagonistas. Más bien metáforas para otra cosa. Ni siquiera cuando Nietzsche lloró ante los azotes que recibía un caballo -con todo lo nietzscheana que me pensé-, tomó el caballo mi atención. Tampoco en la más honesta defensa que me nació al condenar el rodeo al pensarlo un espectáculo cruel como el de las plazas de toros españolas -unas que tampoco vi más que en la TV. Tampoco vi al caballo cuando apareció tantas veces la estatua de Baquedano en octubre de 2019.

Tuve que abandonar la ciudad, adentrarme en pleno Valle de Cochiguaz para empezar a ver a los caballos. Entrar en el campo para ver lo extraordinarios que son estos animales -más allá de relatos estéticos o morales. Entender mejor su lugar y valor en medio de comunidades que por décadas han forjado su identidad en torno a estos ejemplares -identidades de herraduras, monturas, cabalgatas, talabartería, alegrías, sacrificios, costos, etc. Atestiguar aquel orgullo especial que sienten quienes con paciencia y dificultades crían estas criaturas enormes y sensibles, crían caballos chilenos -ni siquiera sabía que existía tal ejemplar. En el campo aprendo que los animales aquí tienen roles concretos, como quizás en la familia tradicional antes lo tenían sus integrantes, también niños y ancianos. Todos mandatados a poner de su parte para sostener la comunidad. En la ciudad los roles y tareas son muy diferentes -para personas y animales.

Estas Fiestas Patrias vi por fin a los caballos. También a los huasos y las banderas chilenas. Y no tuve miedo ni prejuicios. Porque no vi en ellos Republicanos ni pinochetistas. Vi a chilenos. Fue aquí en el campo que comprendí que los caballos, si bien han sido parte de la identidad nacional, lo han sido desde una libertad que trasciende cualquier color político. Justamente por su relación con la tierra el caballo es realidad y símbolo patrio. Quizás por ello, los caballos fueron protagonistas en la propaganda del No del plebiscito del 1988; donde, de norte a sur, hombres y mujeres, cada uno montado a caballo, se entregaban de mano en mano la bandera chilena; una que invocaba libertad y unidad -el sueño montado de un país libre.

Hoy veo a los caballos. Y gracias a ellos, también nos veo -sin miedo ni prejuicios, y algo más juntos.

Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.