Columna de Diego Navarrete: El futuro se conjuga en el pasado



Que el año nuevo empiece en enero es una convención -antiguamente, en los calendarios europeos, el año empezaba en marzo junto con el inicio de la primavera-. No obstante, la decisión no carece de simbolismo. El nombre de este mes proviene del dios romano Jano (januarius), guardián de las puertas, los umbrales y las transiciones. A este dios se le representa con dos caras, uno mirando hacia adelante y el otro hacia atrás, y un cetro en la mano derecha y una llave en la izquierda. Así podía observar hacia adentro y afuera -pasado y futuro- y determinar quiénes tenían derecho a pasar.

Esta divinidad nos recuerda que, en esta época de balances, es necesario mirar al pasado si queremos conjugar el futuro. Y su naturaleza puede ser especialmente idónea para hacer el análisis de este año, y preguntarnos por qué fracasamos no una, sino dos veces, en el intento de darnos un nuevo orden constitucional.

La explicación de los partidos es poco convincente. Según ellos, en un período de cuatro años la ciudadanía cambió radicalmente sus valores más esenciales: del país multicultural al de los “verdaderos” chilenos, y de vuelta, hasta quedar en fojas cero. Más bien, se evidencia la incapacidad de la clase política de imaginar un proyecto de futuro común.

La izquierda se quedó cómoda en la batalla cultural y moral, abriéndose a todas las ideologías y posturas identitarias (y a veces contradictorias) sin una síntesis o amalgamiento que permitiera obtener un mínimo común para todas. Ello la lleva a conjugar el futuro en pasado: añora el mundo fabril y el cordón industrial, entra en disputa con la tecnología, se resiste al multilateralismo y la globalización económica y ensalza las grandes alamedas. Todo lo anterior, bajo una mezcla de desprecio por ciertas preocupaciones ciudadanas que le resultan contraintuitivas (por ej. inmigración y seguridad) y agobio ante la imposibilidad de que los ciudadanos comprendan la complejidad del mundo.

La derecha hizo lo propio, bajo otra fórmula. Más allá del cliché de los verdaderos chilenos, el realce del rodeo y ciertas imposiciones valóricas, su excusa para no imaginar el futuro ha sido concentrarse exclusivamente en las soluciones concretas a los problemas reales de la gente -ej. menos impuestos, más contingente policial-, recetas que aplica indiscriminadamente para cualquier período histórico. Este “solucionismo” es apenas un remedo de proyecto, o como dice Marina Garcés “es la coartada de un saber que ha perdido la atribución de hacernos mejores, como personas y como sociedad”.

Al final, de lado y lado no existe capacidad para imaginar un futuro. Peor aún, se le percibe como amenaza. Esto explica el fracaso de este proceso: cuando el futuro se presenta como amenaza, lo más seguro es quedarse con lo que hay. En ese sentido, cabe esperar que este fin de año tengamos presente la imagen del dios Jano: porque nos recuerda también que un final es también un momento de transición; que otra cosa empieza. Y que la llave para pasar al otro lado depende de una clase política capaz de imaginar un futuro común (y no a un texto constitucional).

Por Diego Navarrete, abogado

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