Columna de Diego Navarrete: ¿Y si cuidamos en serio la institucionalidad?



El caso “Convenios” y el caso “Audios”, más allá de los nombres propios de los involucrados, llevan a preguntarnos cuán en serio nos tomamos la protección de la fe pública.

La nueva ley de delitos económicos constituye un avance en su protección en el ámbito empresarial. No ocurre lo mismo en otros espacios del quehacer privado: tanto las fundaciones como los colegios profesionales parecen estar exentos de mecanismos efectivos de control. La operación de las fundaciones carece de control, al punto que están exentas de la aplicación de la nueva ley de delitos económicos. Por su parte, la fragilidad del control ético entregado a los colegios profesionales queda en evidencia cuando la sanción más grave que pudiera imponerse a un miembro que propone la comisión de un ilícito, es la expulsión. Paradojalmente, la sanción libera al acusado de la jurisdicción del colegio, sin ningún efecto adicional.

El efectivo control gremial de ciertas actividades privadas, como ocurre con las fundaciones -cuerpos privados que satisfacen necesidades públicas- y los colegios profesionales -que resguardan el correcto ejercicio de profesiones socialmente relevantes-, fortalece la institucionalidad. En ese sentido, es conveniente revisar los mecanismos de control al funcionamiento de fundaciones, excesivamente liberalizada hace unos años; así como la afiliación voluntaria a los colegios profesionales, y la aplicación de sanciones que tengan un impacto mayor en el ejercicio de ciertas profesiones.

También queda en entredicho la importancia que asignamos a la protección de la fe pública y el comportamiento funcionario. Mientras los involucrados en el caso Convenios arriesgarían penas comunes bajo el código penal, los involucrados en el caso Audios estarían expuestos a un estatuto muchísimo más grave, bajo la vigencia de la nueva ley de delitos económicos.

En esta línea, estos casos invitan a terminar con el maniqueísmo imperante en el discurso público: ni los organismos privados ni el Estado funcionan bien o mal en sí mismos, sino que son el reflejo de quienes las conforman. Tal como se ha exigido a las empresas, hay que tomarse en serio la modernización del Estado, no como un programa de digitalización de los servicios, sino como una reforma institucional a la carrera funcionaria que asegure capacitación y el desarrollo de una burocracia profesionalizada, en la que los cargos públicos dejen de ser un botín político. La gestión, eficacia e integridad del quehacer estatal depende de esto.

Ad portas del plebiscito constitucional, estas reflexiones representan otra oportunidad que fue despilfarrada en ese proceso. No tanto por las recetas mágicas que un texto pudo ofrecer, sino para evitar maximalismos y recordar que la recuperación de la confianza ciudadana en las instituciones -públicas y privadas- se juega en cuestiones mucho más concretas: gremios empoderados, control eficaz, y una verdadera modernización del Estado. Cuestiones que requieren coraje y seriedad política, atributos que no se obtienen en ningún texto constitucional.

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