Columna de Juan Francisco Cruz: Corrupción y sistema de justicia



Acaba de publicarse la versión 2023 del Índice de Percepción de la Corrupción, año marcado en nuestro país por casos de alta connotación pública: Democracia Viva, los audios de Hermosilla, y las 640 causas penales por corrupción en municipalidades. Por eso, no fue sorpresa que Chile disminuyera su puntaje de 67 a 66 puntos y bajara del puesto 27 al 29. Si bien Chile destaca en comparación con los países de latinoamericanos es un signo de alerta su progresiva caída en el índice desde el año 2014 donde obtuvimos 73 de puntaje.

En esta edición, el índice se focalizó en el declive mundial de la independencia del Poder Judicial, mostrando como la captura de los tribunales por el crimen organizado y gobiernos autoritarios han mermado seriamente la lucha contra la corrupción. Basta pensar el caso paradigmático de Venezuela y como el chavismo ha copado el sistema judicial para violar impunemente los derechos humanos de sus opositores políticos.

Esta situación nos lleva a preguntar sobre la función y capacidad del sistema de justicia para prevenir la corrupción. La pregunta tiene sentido, ya que, ante los escándalos de corrupción tendemos a judicializar el problema, es decir, a poner al sistema de justicia penal como el principal responsable en prevenir y erradicar la corrupción.

Sin embargo, la evidencia muestra que los sistemas penales tienen capacidades limitadas en la prevención de la corrupción. Cómo ha destacado S. Rose-Ackerman, el sistema penal tiene tres límites estructurales para combatir la corrupción. Primero, el derecho penal solo interviene una vez cometido el delito, cuando lo que buscamos es su prevención. Lo segundo es que los delitos de corrupción por su naturaleza secreta y altamente sofisticada es uno de los ilícitos más difíciles de investigar y probar. De ahí que la efectiva sanción sea tan difícil. Tercero, su persecución demanda altos recursos, los cuales siempre son escasos.

Lo anterior no significa que el sistema de justicia penal no cumpla rol alguno. Al contrario, la persecución penal puede tener importantes resultados en desarticular la corrupción a gran escala, por ejemplo, encarcelando a bandas de crimen organizado que permean las instituciones estatales. En ese sentido, efectivas sanciones en casos de alta connotación pública contribuyen a terminar con la cultura de la impunidad que alienta la corrupción. En efecto, los sistemas penales si cumplen una función disuasiva cuando los potenciales infractores perciben una posibilidad cierta de ser descubiertos y sancionados.

Ahora bien, los sistemas penales por sí son insuficientes en su limitada, pero importante función, ya que requieren una serie de condiciones: recursos suficientes para el análisis, investigación y persecución, unidades anti-corrupción especializadas en todos los niveles, es decir, en las policías, fiscalía y jueces; y un fuerte compromiso y respaldo de la clase política en el combate a la corrupción.

Tener presente estos principios puede ser útil para evitar el peligro del populismo penal, es decir, que ante los escándalos de corrupción la respuesta del sistema político sea calmar los sentimientos de inseguridad e indignación de la ciudadanía mediante la promulgación de leyes que agravan las penas o tipifican nuevos delitos, pero sin sustento teórico ni empírico. El gran problema de este simbolismo penal es la creación de leyes inefectivas que terminan por desprestigiar y entorpecer al propio sistema judicial en su lucha contra la corrupción.

Por Juan Francisco Cruz, Observatorio Judicial

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