Columna de Lucía Dammert: Historia de un secuestro



Varias semanas han pasado desde que fuimos testigos del secuestro y posterior homicidio del ciudadano venezolano Ronald Ojeda, que vivía en Chile en calidad de refugiado. El hecho revierte una gravedad indudable, y es de esperar que las instituciones funcionen y lleven adelante investigaciones criminales que permitan conocer y castigar a los culpables con toda la fuerza que las leyes chilenas tienen para este tipo de crímenes.

Las hipótesis desarrolladas sobre este caso evidencian la complejidad de un momento político-institucional donde prácticamente cualquier propuesta narrativa puede tomar sentido de realidad. Efectivamente, el caso incluye elementos muy particulares que pueden abrir espacios para todo tipo de especulaciones. Sin embargo, lo más llamativo es el mensaje que los secuestradores (o los creadores intelectuales del secuestro) querían entregar y a quien estaba dirigido. Cualquier grupo criminal que diseña un operativo como el que ocurrió el 21 de febrero sabía que habría cámaras en el edificio, que se viralizarían las imágenes, que rápidamente se analizarían los detalles de la víctima, que probablemente el caso detonaría una gran expectativa ciudadana y una fuerte respuesta institucional. Y a pesar de esta alta notoriedad, siguieron adelante.

Tal vez se buscaba justamente la notoriedad. Y acá es donde aparecen interpretaciones políticas, criminales o ambas, que podrían estar mostrando una intrincada red de violencia y criminalidad desconocidas en Chile. El aumento de los homicidios en el país muestran múltiples situaciones de ajustes de cuentas, enfrentamientos entre grupos vinculados a actividades criminales, cobros de préstamos extorsivos, e incluso problemas de violencia cotidiana que se tornan letales por la presencia de armas. En muchos de estos casos la violencia es también un mensaje de amedrentamiento para asegurar territorios, mercados o simplemente demostrar poder. Pero se protegen las imágenes y a los victimarios.

Ninguna hipótesis puede ser descartada, pero está en manos de las instituciones encargadas de la investigación darnos una respuesta. Sabemos que se mandó un mensaje de poder, violencia e impunidad; aún no sabemos bien quién era el destinatario del mismo, más allá de la víctima. El mundo político debería volver a la lógica de no comentar procesos investigativos en desarrollo, no sólo porque exacerban el terror ciudadano, sino también por que de una u otra forma interfieren con procesos técnicos, serios y profesionales que deben desarrollar fiscales y policías.

Sin embargo, este trágico hecho visibiliza al menos tres elementos que sí deberían estar en el centro de las preocupaciones políticas. Primero, el mercado de armas en el país está descontrolado y se requiere una fuerza de tarea urgente para enfrentar su proliferación y utilización. Segundo, la consolidación de tomas urbanas plagadas de precariedades y vulnerabilidades requiere de iniciativas de respuesta rápida, partiendo por la lucha contra el tráfico de tierras, pero también generando alternativas de vivienda y consolidando presencia estatal (incluyendo la policial) permanente. Tercero, la población migrante irregular está sometida a hechos de violencia permanente que se invisibiliza por el temor a la deportación. Una política de regularización permitiría protección de muchos y mayores capacidades de prevención y control. Se debe avanzar con políticas serias y profundas que limiten la impunidad, pero también enfrenten problemas estructurales que no tienen respuestas ni sencillas ni rápidas. No hacer nada frente a estos tres problemas solo nos asegura más violencia e impunidad.

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