Columna de Matías Rivas: Palabras en ebullición

Ex Congreso Nacional, sede de los debates de la Convención Constitucional.


La preocupación por cómo usamos las palabras, en qué tono y qué entendemos por ellas comienza a tornarse urgente. Hay una sensación de que abundan los gritos y que la comunicación está difícil. La estridencia ha ganado más espacio que la conversación fluida. Cuando uno oye a distintos actores sociales y políticos hablar suelen hacerlo con exageración. Es evidente el afán por subrayar lo que se dice; es tan fuerte que obliga a pensar qué pulsiones están detrás. Más que convencer o dialogar, lo que percibo es el deseo de expresar con fuerza lo que se siente, como si se tratara de una verdad atragantada. Esto se ve en planos privados, por ejemplo, el hijo que reta con ímpetu al padre por sus criterios antiguos y, en la esfera pública, se ha confundido la franqueza con la precariedad lingüística.

Los constituyentes han instalado el tema del lenguaje con energía. Ha sido crucial mostrar los diferentes idiomas que cohabitan en el mismo territorio sin ser tomados en cuenta. Pronto la voluntad estará aplicada en la tarea de redactar un texto que debe ser entendido por todos. Escrito con el rigor que merece y ojalá con belleza. Espero que no descansen en los abogados expertos, no será suficiente, pues tiendo a pensar que esta nueva constitución va a ser leída y evaluada por ciudadanos llenos de aspiraciones. Las expectativas son enormes, están ante un desafío que implica entregar una especie de libro sagrado, que contenga y aprecie, que cuide y haga justicia. Es poco tiempo un año para lo que se proponen. Pero aseguran que lo lograrán.

Las palabras no son lo mismo para distintas culturas. En el Breviario de saberes inútiles de Simon Leys hay un ensayo sobre caligrafía china en el que describe el arte de la elaboración de los caracteres, de los signos. Una de las enormes diferencias entre el concepto de la cultura de ellos y el nuestro radica en la importancia que posee el dibujo para los orientales, el que está en obligada comunión con el pasado que respetan. Nuestro uso de las letras y palabras es menos conservador. Ludwig Wittgenstein señala directamente que “el uso es el significado”. No hay normas, no se aplican ni se pueden verificar. Por eso provocan problemas las imposiciones en un territorio por definición libre e incontrolable. La emoción depositada en cada una de ellas depende mucho de cómo se pronuncie. Los enamorados bien lo saben, pues las inflexiones en la conjugación de los verbos amar, querer y odiar, definen el deseo que circula entre ellos.

La irrupción de neologismos encadenados es uno de los fenómenos que grafican lo que acontece en nuestro idioma. Aparecen distinciones nuevas, palabras que se acoplan a la sintaxis con fluidez y otras que rebotan. Basta recordar los conceptos que vienen de los estudios de género –como el vocablo heteronormativo–, los que se han asumido con una rapidez increíble. Los llamados “conversatorios” son otra creación de esta índole, menos necesaria, pero muy de moda. Abundan también las palabras convertidas al español de forma mañosa. El verbo “webinar” para referirse a la participación en eventos online es una muestra perfecta.

En el uso del lenguaje está cifrada parte sustancial de la identidad. Y hoy el componente simbólico pesa más que nunca. Las connotaciones de las palabras, lo que uno asocia, tiene más relevancia que lo que dicen. Esto indica una sensación de vulnerabilidad y miedo latente, pregnante. La ironía ha sido desterrada, así como el doble sentido. Estamos ante una disposición por controlar la agudeza, eliminar las puntas que clavan, ser taxativos. Suspender la ambigüedad está entre las pretensiones atemorizantes que rondan.

El tema no es solo una cuestión chilena. Leo el libro Etimologías para sobrevivir al caos de la italiana Andrea Marcolongo. Entra en la historia de la configuración de una lengua, lo que permite obtener una perspectiva para observar las palabras con mayor precisión. Según la autora, el orden ante la incertidumbre actual se encuentra al explicar las mutaciones de conceptos claves que articulan la existencia. Escoge 99, entre las que están: caos, vida, felicidad, confusión, migrante, pérdida, abandono, dolor, tiempo, tormento, traición, tradición.

Si tuviera espacio para investigar palabras, escogería dos: amenaza y venganza. Ambas tienen raíz latina. La primera, está ligada a lo prominente, a tener un mentón destacado y a los territorios sembrados de trampas. La segunda, está asociada a señalar con el dedo, reivindicar y violencia. En esta pesquisa hallaría detalles y leyendas, rastros que revelan aspectos de la contingencia.

Leer poesía permite un vínculo estrecho con el lenguaje. Su potencia viene de su exactitud, de la capacidad de síntesis. Joseph Brodsky confiesa: “Lo que me atrae de la poesía es que provoca un estado de aceleración mental y, para decirlo de un modo algo burdo, muestra cierta tendencia a economizar, a tomar atajos, a provocar cortocircuitos mentales, y lo hace mejor que nadie”. Sospecho –en este sentido– que en la obra de Gabriela Mistral es una lectura pertinente. La piedad, la ternura, los niños, el dolor y el arrebato son sus temas preferidos; sobre la condición femenina y la educación fue una erudita. Es digno de considerar su trato con las palabras. Su tono opuesto al bullicio. En voz baja, es íntima y descarnada, capaz de discurrir y confesar.

Por cierto no tengo conclusiones. El magma del lenguaje se mueve, diría que se agita

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