Columna de Nicolás Mena: Seguridad ciudadana: ausencia de políticas públicas y populismo penal

Cárcel


Tal vez unos de los asuntos públicos más difíciles de debatir, y por lo mismo, más difíciles de solucionar, sea la seguridad ciudadana.

La primera cuestión que debemos abordar en una discusión global y racional sobre la seguridad consiste en establecer qué conductas queremos tipificar como contrarias al orden social, es decir, cuáles acciones u omisiones vamos a considerar como hechos punibles. Y esto no es baladí. A lo largo de la historia de la humanidad, las sociedades se han puesto de acuerdo respecto de las hipótesis a castigar a partir de ciertos consensos sociales. Así como en algún tiempo se permitía la esclavitud y se prohibía el consumo de alcohol, en los tiempos actuales se castigan delitos económicos y cuestiones relativas al uso de la información personal, delitos que hubiesen sido inconcebibles décadas atrás.

En nuestro caso, debemos comenzar por actualizar las conductas punibles catalogadas en nuestro Código Penal, el cual data de 1874, vale decir, constituye una expresión de los disvalores consensuados por la sociedad chilena hace más de un siglo, en circunstancias que los avances y cambios han sido vertiginosos y demandan sistematizar nuestro Código en base a la realidad social actual.

Dentro de esta discusión respecto a la adecuación del Código Penal, lo relativo, por ejemplo, a la penalización del consumo de drogas es sin dudas un debate que como sociedad debemos dar.

Luego, corresponde analizar cómo castigar aquellas conductas a las cuáles les damos el carácter de disvalor social. Y ahí entramos al tema de las sanciones. Sin querer teorizar al respeto, cabe hacerse la incómoda pregunta de si la privación de libertad es la mejor solución para lograr los objetivos de prevención, disuasión y rehabilitación delictual. Esto, en una sociedad en que existe Estado de Derecho, vale decir, un conjunto de derechos que protegen a los ciudadanos ante las arbitrariedades y abusos del poder estatal.

Este ámbito de la discusión es esencial, por cuanto a partir del establecimiento de las sanciones se estructura el sistema de cumplimiento. Si se opta por un sistema penal en donde la prioridad la constituye la privación de libertad, las políticas públicas deberán enfocarse en la construcción de cáceles. Si, por el contrario, se estima necesario abordar el crimen desde una perspectiva de rehabilitación y reinserción, en que existiendo penas privativas de libertad estas constituyan la excepción dentro del sistema, será necesario establecer recintos e instituciones acordes a dichos propósitos.

En los últimos años, producto de medidas más bien reactivas y fuertemente influenciadas por hechos puntuales de alta conmoción pública, se ha terminado por imponer una visión que prioriza la privación de libertad, con un aumento explosivo de las prisiones preventivas. El problema es que dicha política no ha estado acompañada de un incremento de los recintos carcelarios.

En la actualidad tenemos a más de 54 mil personas privadas de libertad, con una sobrepoblación de un 31%, en donde un porcentaje importante lo constituyen personas bajo la medida cautelar de prisión preventiva. Es decir, estamos ante un sistema carcelario colapsado que en cualquier minuto puede reventar, con las dramáticas consecuencias que aquello conlleva. Si no, acordémonos de lo sucedido en la cárcel de San Miguel el año 2010.

Pero junto con estructurar una política de seguridad en función a disvalores y penalidades diseñadas con un amplio consenso social, es necesario hacerse la pregunta de si es efectivo que en Chile ha aumentado la inseguridad, y en qué proporción. ¿Estamos ante lo que algunos medios y ciertos sectores políticos han dado en catalogar como “crisis de seguridad”?

Según la última ENUSC del año 2022, el instrumento metodológico más completo que sirve para cuantificar los índices delictuales, los delitos de mayor connotación social alcanzaron un 21,8%. Evidentemente que aumentaron respecto de los años en que la población estuvo bajo estados de excepción constitucional sin poder tener libre circulación producto de la pandemia. Pero si lo comparamos con el año 2019, el último en que Chile vivió en una situación de “normalidad”, la victimización bajó, pues ese año se registró un 23,6%. Y no obstante aquello, la percepción de inseguridad registró un récord histórico el año 2022, aumentando a un 90,6%.

Es innegable que en dicha percepción de inseguridad juegan un rol determinante los medios de comunicación y su agenda noticiosa. Como bien lo describe la politóloga canadiense, Michelle Bonner, los medios se enfocan en las noticias de crímenes porque han encontrado una forma barata de producir historias dramáticas que atraen a grandes audiencias. Es decir, construyen realidades en donde el mensaje que trasmiten a las audiencias es que lo único relevante en el ámbito público es precisamente la delincuencia, y aquello evidentemente incrementa la sensación de temor.

En atención a estas cifras, cabe preguntarnos si estamos adoptando políticas públicas en base a evidencias o en base a percepciones, cayendo en lo que se ha dado en catalogar como populismo punitivo.

Todo esto en nada minimiza el hecho de que en base a la información que se maneja a la fecha, se han incrementado los homicidios por cada 100 mil habitantes y que los últimos años hemos visto fenómenos delictuales que destacan por su crueldad y violencia, a los cuales no estábamos acostumbrados como país. Pero aquello no altera el que Chile sigue siendo de los países más seguros de Latinoamérica, y que a partir de un diagnóstico serio y en base a evidencia se requiere establecer un acuerdo político que permita atacar la delincuencia de forma eficiente, abordándola desde una perspectiva que genere real impacto en la reducción de la criminalidad.

Asimismo, es evidente que el delito ha mutado de forma considerable, haciéndose cada vez más sofisticado, no respetando fronteras y adoptando tecnologías y un poder de fuego que lo hace distinto a las formas delictuales más habituales.

Pero ante este problema que constituye uno de los más complejos y relevantes para la ciudadanía, llama la atención cómo la discusión pública se enfoca en medidas destinadas a restringir las libertades de las personas, aumentando las prisiones preventivas y dotando de mayores recursos a las policías, sin abordar aspectos esenciales en toda política criminal, como son la prevención y la reinserción social.

Llevamos años discutiendo respecto de la modernización de las policías, que sin lugar a dudas es relevante, pero existe poco énfasis en cuestiones sustantivas para el combate delictual, como son la necesidad de abordar trasnacionalmente el fenómeno del narcotráfico, el fortalecimiento de nuestro sistema de inteligencia criminal, la modernización de Gendarmería, la actualización de nuestro Código Penal, la eficacia del Poder Judicial, o la necesaria evaluación de la labor del Ministerio Público, que carece de los recursos para investigar delitos de mayor ocurrencia social concentrándose en hechos de alta espectacularidad, pero de poco impacto real en la población. Esto, por nombrar tan solo algunos ejemplos.

En conclusión, se hace indispensable que como sociedad desarrollemos un diagnóstico respecto de la verdadera situación del delito en nuestro país, y a partir de ahí, adoptar políticas públicas de largo plazo. Insistir en abordar esta temática desde la emocionalidad y el rédito político electoral, tan solo agudizan la frustración social incrementando con ello la desafección de la ciudadanía ante la democracia y sus instituciones.

Por Nicolás Mena, ex subsecretario de Justicia y director de Fundación Chile 21

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