Columna de Óscar Contardo: El sesgo político de los uniformados



El reportaje difundido esta semana por Ciper sobre el manejo de información de inteligencia que hicieron el Ejército y Carabineros durante las semanas de la revuelta social de 2019 revela que quienes tomaban las decisiones en el gobierno se rindieron ante una tesis débil y absurda, basada en falsedades, solo porque confirmaba un sesgo ideológico. Era cómodo pensar en guerrillas marxistas esparciéndose por Chile, sin exigir mayor prolijidad en la evaluación de los datos. Cuando alguien afirma que hay 600 agentes extranjeros, venezolanos en el país, cuyo objetivo es organizar una insurrección masiva, debe al menos explicar el origen de un número tan específico: ¿Por qué 600 y no 500 o 50? ¿La información la dio un gobierno extranjero? Tal vez la señora Áñez, la misma que llegó agitando una Biblia gigante a asumir el poder en Bolivia. La única explicación, nuevamente, es que alguien se haya engolosinado con la idea de tener un enemigo ideal, centenares de guerrilleros enviados por dictadores de izquierda, quienes supuestamente tenían como líder nada menos que a un youtuber. El gesto de validar esa información significaba, por lógica, aceptar que es posible que ingresen al territorio nacional medio millar de personas, aparentemente armadas, dispuestas a volar el país, y que nadie en la frontera se percate. Algo que, a estas alturas y por el modo en que este gobierno ha manejado la crisis migratoria en el norte, resulta perfectamente posible.

La idea de una “ofensiva insurreccional” tuvo una primera consecuencia que pasó rápidamente a la historia cuando el Presidente de la República dijo por cadena nacional que “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”. Aunque con la distancia pueda ser fácilmente ridiculizable, lo cierto es que el Presidente Piñera en ese momento dispuso las cosas del peor modo posible, dividió el país en bandos, instalando en un sector importante la idea de que había enemigos sin identificar en algún sitio no determinado, y que debían ser reducidos. Una cosa es controlar violencia delictual, otra es enfrentarse a un “enemigo poderoso” que pretendía tomarse el aeropuerto. Quien estaba a cargo del país, en lugar de brindar certeza y tranquilidad, arrojó a la población al desamparo.

El reportaje de Ciper explica, además, la manera acrítica en que la policía asumió la tesis de una intervención foránea, pesquisando datos de viajeros y extranjeros residentes, en una operación que ocupó recursos y energía durante tres semanas. Los documentos a los que tuvieron acceso los periodistas de Ciper constataron, además de una sistemática vocación de la direccción de inteligencia de Carabineros para perder el tiempo en investigaciones chapuceras al estilo “Huracán”, una clara tendencia a conducirse como una policía política, sobre todo en su relación con los observadores del Instituto Nacional de Derechos Humanos: inteligencia de Carabineros mantiene fichas con información personal de los observadores de Derechos Humanos, con registros de su asistencia a manifestaciones públicas y sus actividades en redes sociales. Es decir, son vistos como sospechosos. Bajo la misma luz son considerados quienes asisten a protestas y los estudiantes secundarios.

La evidencia indica que tanto el Ejército como la policía uniformada parecen estar más alertas a encontrar enemigos internos, al estilo Guerra Fría y Escuela de las Américas, que satisfagan un sesgo ideológico del que no quisieran sacudirse, que a cumplir un rol atento a los hechos puros y duros y a la situación vigente. Las decisiones que se tomaron seguramente tuvieron consecuencias en la forma en que se desarrollaron los acontecimientos: hubo personas muertas en circunstancias muy opacas -como el incendio en las bodegas de Kayser- y la peor crisis de derechos humanos desde la dictadura. De más está recordar que aún no existe información clara que indique quiénes fueron los responsables de quemar las estaciones del Metro.

Frente a tanta penumbra institucional, lo único que parece ir quedando en manifiesta evidencia, gracias a la labor del Ministerio Público y de la jueza Romy Rutherford, es que durante mucho tiempo, tanto en Carabineros como en el Ejército, han campeado el descontrol y la impudicia. El desfile de generales y oficiales imputados y procesados por defraudar sistemáticamente fondos públicos no es mera casualidad, son puntos de una misma decadencia: algo grave ocurre cuando, por un lado, una organización se erige impermeable a la crítica y a cualquier escrutinio público, o control civil, porque se considera a sí misma como una reserva moral intocable, y por el otro, esa misma organización es una máquina que hace desaparecer dinero público. Miles de millones de pesos que pudieron servir para mejorar sus propias labores de inteligencia terminaron incrementando patrimonios privados.

La constante impericia de un lado, el desplome ético institucional del otro, y encima de todo, la sombra larga de una cultura institucional que aún no se deshace de la herencia envenenada del pinochetismo, que considera al Estado como un botín particular y busca enemigos y sospechosos allí donde debería ver ciudadanos que demandan orden y seguridad.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.