Columna de Óscar Contardo: La historia fue otra

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El entonces Presidente Sebastián Piñera en Plaza Baquedano.


El expresidente Sebastián Piñera ha asegurado en dos entrevistas a medios extranjeros que lo ocurrido en Chile en octubre de 2019 fue un intento de “golpe de Estado no tradicional” en contra de su gobierno. No ha brindado mayores precisiones de la razón por la que está haciendo tan grave denuncia en medios internacionales a casi cuatro años de ocurridos los hechos. Durante las jornadas de protestas, movilizaciones y violencia que se sucedieron desde octubre a febrero, el gobierno que encabezaba Sebastián Piñera jamás logró identificar una contraparte que representara lo que ocurría en las calles: ni la oposición parlamentaria ni la extraparlamentaria tenían control alguno sobre los disturbios a nivel nacional. En las marchas no aparecían banderas de partidos políticos, no existían vocerías ni menos liderazgos. Lo que dominaba el ambiente no era un ideario político determinado, sino hartazgo, rabia y una urgencia por un cambio que significara menos abusos, un reclamo recurrente desde hacía ya casi dos décadas. El propio gobierno abrazó esa demanda en boca de la vocera del momento durante la marcha del 25 de octubre, que convocó a más de un millón de personas.

El gobierno estaba sobrepasado en términos de la inteligencia policial que permitiera distinguir protesta de actos delictuales. Las instituciones encargadas del orden interno jamás lograron dar con una organización que explicara los desmanes como hechos planificados por un grupo cohesionado y con objetivos políticos bien establecidos, lo que sí hubo fueron sucesivas teorías, escasamente respaldadas por pruebas, en las que se mencionó desde guerrilleros extranjeros que habrían ingresado desde Bolivia hasta una absurda trama que involucraba a fanáticos del K Pop. El Presidente llegó hasta el extremo de hablar de una guerra contra un enemigo desconocido. El vacío de información y la ausencia de claros responsables era evidente y sigue siéndolo aun en hechos tan graves como los incendios que destruyeron siete estaciones del metro y dañaron severamente otras dieciocho.

En el transcurso de la crisis hubo debates sobre si llamar a las protestas en desarrollo “estallido” o “revuelta”. Nadie hablaba de golpe. Había antecedentes en la historia del país, o más bien de Santiago, de acontecimientos similares: la huelga de la carne de 1905 y la de la chaucha en 1949, los ejemplos más claros de reacción violenta de una parte de la población que en determinado minuto colma el centro de la capital y provoca desmanes. Hubo sectores conservadores que abrazaron la tesis de una decadencia colectiva y barbárica catalogada como “lumpenconsumista”, que luego dio paso al resbaloso concepto del “octubrismo”. En ambos casos la comprensión de los hechos quedó restringida a la verificación de una degradación moral, sin detenerse en las causas del hartazgo, porque desde una perspectiva más conservadora, la voluntad de comprensión suele ser confundida con la justificación de los actos violentos.

Para muchos dirigentes oficialistas cualquier crítica a la represión policial que cobró vidas y mutiló cuerpos, era una señal sospechosa. Tal como en dictadura, la defensa de los Derechos Humanos volvió a ser considerada por el oficialismo como el capricho político de una oposición que o falseaba los acontecimientos o los exageraba: los informes internacionales de abusos, detenciones ilegales, torturas y muertes quedaron ahí, como certificados burocráticos para ser archivados y olvidados en una cajonera.

El expresidente Piñera ha decidido instalar la idea de un intento de golpe. Para ello ha contado con el respaldo de Sergio Micco, exdirector del Instituto Nacional de Derechos Humanos durante su gobierno. En una entrevista Micco dispuso a la llamada “primera línea” de las protestas al mismo nivel de amenaza para un gobierno que una conjura de las Fuerzas Armadas. De un lado los Hawker Hunter, del otro, el perro Matapacos. Una comparación que resulta, además de ridícula, insostenible.

Un intento de golpe no es lo mismo que una revuelta sin organización, ni liderazgo. Ni siquiera el asalto al Capitolio en Estados Unidos en 2021, planificado por los seguidores de Donald Trump que buscaron frenar la investidura de Joe Biden, es considerado como tal. Tampoco es el uso de una herramienta como la acusación constitucional, que por definición es algo contemplado institucionalmente. Asimismo, si vamos a entender como “intento de golpe” toda ocasión en que producto de una crisis algún dirigente de oposición menciona la posibilidad de que un jefe de gobierno deba renunciar, entonces sería algo brutalmente frecuente: ocurrió durante el gobierno de Ricardo Lagos y el segundo de Michelle Bachelet. Un golpe lo da un grupo organizado para tumbar un gobierno, con un plan para llegar al poder y mantenerse en él acallando la disidencia, pero ni esa organización ni los detalles de esa trama han sido identificados o descritos por el expresidente.

La historia de 2019 fue otra, la de un pacto que venía desgastado y que acabó roto producto de la indolencia no solo de un gobierno puntual, sino de toda una clase política que había decidido que su trabajo consistía en estirar la cuerda hasta el asco, pasar la soga por el cuello de las instituciones y llamar democracia a un ejercicio sostenido de estrangulamiento y asfixia. La principal víctima de lo ocurrido no fue el gobierno del momento. Las principales víctimas fueron quienes perdieron sus fuentes de trabajo, quienes vieron destruidos sus barrios y su forma de vida por los saqueos y por el fuego, pero por sobre todo los heridos, mutilados y muertos, todas esas personas que están siendo olvidadas bajo una espesa manta de silencio y re-escritura de los hechos.

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