Columna de Oscar Contardo: La libertad como una llama que quema

Javier Milei en la segunda vuelta presidencial de Argentina. REUTERS/Agustin Marcarian


La gente también puede votar como una manera de desquitarse. Como una revancha silenciosa. El discurso de campaña de Javier Milei en Argentina apelaba a la fantasía de que votar por él era lo mismo que ser parte de una represalia colectiva en contra de un grupo, que él llamaba la casta, que había impedido que los comunes y corrientes prosperaran. En esa casta incluía a todos los que se situaban a la izquierda de su pensamiento libertario, inclusive a sus ahora socios de la derecha tradicional argentina. Todos eran corruptos o zurdos, o ambas cosas a la vez, y eso implicaba un peligro que debía ser extinguido metiéndoles miedo. La canción que usaba en sus concentraciones de campaña así lo decía, balanceando cierta épica de dormitorio adolescente con un imaginario mitológico, en el sentido Ayn Rand de la palabra. Milei era el león que encabezaba una manada que avanzaba firme hacia el poder, atemorizando a una clase política y económica responsable de mantener a la mayoría de la población argentina asfixiada por la inflación (de un 140 por ciento) y acechada por la pobreza (de un 40 por ciento). Un país exhausto fue llevado a escoger entre la resignación y el vacío, y acabó votando por la revancha y por una idea de libertad restringida a la posibilidad de vender, comprar e insultar a los gritos a quien piense distinto. El candidato surgido de ese género televisivo de discusión política en clave circense para el consumo irónico acabó llegando a la Presidencia a pesar de su manifiesto desprecio por los valores de la democracia y su evidente inestabilidad mental. Ganó la libertad, repitió Javier Milei luego de un avasallador triunfo, un logro apalancado, sobre todo, por los votantes más jóvenes: entre los menores de 24 años acaparó cerca del 70 por ciento de las preferencias. Habría que preguntarse entonces qué hace que los jóvenes argentinos abracen esa idea de libertad que recorta derechos, que reivindica la dictadura y se burla de las víctimas de la represión. Tal vez la razón esté en una democracia que los ha dejado sin esperanza, prometiéndoles algo que nunca acaba de llegar.

En la reciente ceremonia de graduación de la Facultad de Economía de la Universidad de Chile, el economista y decano José de Gregorio aprovechó su discurso para criticar a la actual generación en el poder en nuestro país. Aunque se equivocó al identificarla con la generación de la llamada revolución pingüina de 2006 -cuyo origen social era popular, liceano- y a las movilizaciones de 2019 -transversales, masivas y nacionales-, su diagnóstico fue descarnado y, en la práctica, descriptivo: lo tuvieron todo y lo perdieron todo. Quienes llegaron al gobierno en 2022 fueron, efectivamente, los dirigentes universitarios que, en 2011, encarnaron las legítimas demandas de la juventud del momento, pero no eran ni los liceanos y liceanas de 2006, ni parte de las clases populares y medias que colmaron las calles con protestas durante los últimos meses de 2019. Salvo excepciones, eran exalumnos de colegios privados y de federaciones universitarias de instituciones de élite. A ninguno de ellos le esperaba el destino que a la mayoría de sus coetáneos sí, y tal como ha quedado demostrado en la gestión de este gobierno, idealizaban de un modo religioso el espíritu de un pueblo al que se acercaban desde la beneficencia paternalista, ignoraban con candidez irritante los vericuetos del Estado y romantizaban su propia valía al calor de asados terapéuticos hasta donde el pueblo no llega. Rebeldes, pero privilegiados, escenificando constantemente una humildad que nunca basta para justificar tanta frivolidad chapucera.

José de Gregorio sostuvo que lo perdieron todo. Yo agregaría que por el momento eso es cierto, porque a pesar de que técnicamente ninguno de ellos es joven -para efectos estadísticos la juventud se extiende solo hasta los 29 años-, están tan aferrados a ese relato que resulta conmovedor y aterrorizante, a la vez, que aún no caigan en cuenta de que hay un cohorte generacional para el que ellos ya son hombres y mujeres maduras, personas establecidas que encarnan un grupo de poder político y ya no la promesa de un cambio que no fueron capaces de llevar a cabo. La realidad de los realmente jóvenes que nunca serán convidados a discutir el país en una sobremesa de nepo babies con militancia al día es muy distinta: son cientos de miles que siguieron todo el instructivo brindado por el sistema para medrar económicamente, que se educaron, cursaron un título profesional, un certificado técnico, pero que aun así no tienen trabajo, o si lo tienen, es una ocupación precaria que no les permite independencia. Jóvenes que no pueden permitirse comprar una vivienda a corto, mediano o largo plazo, o peor que eso, pagar un arriendo. Ese ancho mundo ha visto durante casi dos años que quienes habían llegado al gobierno a abrir puertas, no han sabido siquiera cómo limpiar los vidrios de las ventanas para dejar que pase algo de la luz prometida. Para esos votantes, como lo fue para sus pares argentinos, la libertad puede consistir en castigar a quienes no cumplieron sus promesas cueste lo que cueste.

La oposición local, al menos, ya parece estar ensayando el discurso de la rabia que usó Milei en la campaña del “A favor” de la propuesta constitucional diseñada por la ultraderecha. Eso se desprende de la última pieza audiovisual, que reinterpreta el estallido como un fenómeno puramente vandálico, cuyos responsables son la generación en el poder, aquellos a los que una mujer joven mira de frente y con rabia les anuncia que su voto no será por una Constitución que nos una, sino que será para que ellos se jodan. La ultraderecha está trabajando para las elecciones futuras, esas que el progresismo ya parece haber dado por perdidas

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