Columna de Oscar Contardo: Las grandes palabras



En el oficio que elegí hay que saber escuchar. Tener buen oído, captar la sintaxis precisa o el fraseo que distingue a un personaje o un mundo de otro. Yo no tengo ese talento y, por lo tanto, admiro muchísimo a los escritores que sí lo tienen, que pueden guardar en su memoria no sólo el contenido de una oración o el significado de una palabra, sino también reproducirlo por escrito, logrando recrear esa voz que alguna vez escucharon como si el sonido original se colara entre las letras evocando un universo peculiar que repentinamente vuelve a hacerse presente en la lectura. Por ejemplo, en su novela Izquierda y derecha, Joseph Roth describe a uno de los personajes, un hombre joven de talante insufrible, del siguiente modo: “Tenía una sensibilidad para las cosas públicas y las grandes palabras: honor, libertad, nación, Alemania”. Tal como la vida misma de Roth, la novela transcurre durante el período de entreguerras en Europa, años de cambios bruscos, una época en que vencedores y vencidos van intercambiando roles hasta la hecatombe que marca un nuevo orden. Durante esas décadas, “las grandes palabras” con las que Roth caracteriza a ese personaje se impondrían en el ambiente, a veces como carnadas, otras como botes salvavidas.

Sospecho que para el oficio de político también es necesario aguzar el oído, saber distinguir mensajes del sonido ambiental y traducirlos en frases que puedan ser agitadas como se hace con el sonajero de un niño para lograr captar su atención. Habrá momentos en que las grandes palabras serán necesarias y otros cuando sólo retumben como un eco sin destino.

La imagen usual de una asamblea universitaria es la de oradores seguros de interpretar las demandas de un momento y traducirlas en un concepto lustroso que cobra un sentido mayor de tanto repetirlo: ¿Quién podría estar en desacuerdo con la idea de “libertad”, por ejemplo? ¿A quién se le ocurriría disentir de lo bien que suena invocar la “solidaridad” del pueblo? Eso ha ocurrido durante generaciones en Chile, incluso durante la dictadura hubo quienes desde las universidades lo hacían, pero ellos no llegaron a hacerse un lugar en el poder como la generación representada por el Frente Amplio, sino que permanecieron en un segundo plano, con más o menos protagonismo, pero nunca en la cima real. Es la primera vez desde hace medio siglo que como país hemos sido testigos en democracia y de manera continua del ascenso de un grupo de dirigentes políticos, desde los discursos en asambleas y las marchas callejeras, al centro mismo del poder. Parafraseando a Joseph Roth en su novela, era un grupo de estudiantes que amaba las expresiones fuertes y ese era su mayor rasgo de juventud. Hubo una mayoría de chilenos y chilenas que escuchó sus discursos y sintió o juzgó que sus propuestas eran coherentes con su propia insatisfacción con la democracia, con esa incomodidad extendida que ya existía desde la primera década del siglo actual. Esa mayoría hoy dejó de escucharlos, de sentir que estaban de su parte. Ellos, a su vez, parecen haber perdido el atributo de interpretar el rumor de la calle, un talento que venía degradándose desde el momento en que quisieron ver en las demandas por pensiones decentes un anhelo de solidaridad popular que no era tal y que los sectores más conservadores supieron interpretar con eficacia invocando la frase “con mi plata no”.

Lo que hoy existe es ruido, mucho ruido asociado a una incertidumbre que es mundial, pero que en cada lugar cobra un tono propio. En Chile es el de una oposición que despliega todas las herramientas a su disposición para mantener al gobierno sin espacio de maniobra para cumplir sus compromisos. Es también el de un oficialismo que ha debido tragarse sus propios discursos de épica juvenil, confrontado a una realidad que lo dispone a la escala que el sistema permite: con las miserias del clientelismo político encarnado en el financiamiento de ciertas fundaciones; con las redes de poder en donde priman las relaciones de amistad malentendidas, y con una irritante tendencia a borrar con el codo lo que antes se anunció con fanfarria. No es el momento de invocar la aspiración de superar el capitalismo, cuando ni siquiera hay capacidad para impedir un robo absurdo en una repartición del Estado. No pueden ofrecer avanzar a un Estado de bienestar cuando para una enorme cantidad de chilenos y chilenas es un misterio saber en qué consiste tal cosa, porque su relación con lo estatal y público es, por lo general, la de quien se resigna a recibir maltrato. La generación en el poder está envejeciendo mal frente a los ojos de todos, como si prematuramente hubieran perdido el talento para auscultar el rumor de la calle. Todo logro alcanzado se transforma en algo fugaz, que perece en cuestión de horas, o es sepultado por las consecuencias de un paso en falso provocado por la superficialidad de un gesto o la soberbia que deviene en tropiezo.

Vivimos un cambio de época que resulta abrumador por la cantidad de mutaciones a la vista, para nuestro país y para el mundo. En las democracias de Occidente la ciudadanía no parece interesada por escuchar sobre grandes sueños colectivos, sino más bien buscar refugio en la seguridad de las ofertas sobre lo cotidiano y lo concreto. En nuestro caso, la única conclusión cierta a la que se puede llegar, por el resultado de las últimas elecciones y por las últimas encuestas, es que la desconfianza en las instituciones no ha cedido terreno, que el hastío fue cooptado por la ultraderecha, y que las grandes palabras de rebeldía ahora las agita un grupo distinto al habitual, uno que suele llamar sentido común a la ignorancia, hacer del miedo un combustible para encender motores, y de la política, un cementerio para la verdad.

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