Columna de Oscar Contardo: Suma y sigue

Foto: AgenciaUno


El Presidente Sebastián Piñera tiene una aprobación del 7% según la última encuesta Criteria. El desapego a su gobierno es contundente en todos los segmentos, pero particularmente entre los más jóvenes, en donde la adhesión es aun menor. Enumerar las razones para que las cosas llegaran a este punto tiene poco sentido a estas alturas. Un gobierno con los niveles de rechazo del actual es un gobierno que nunca escuchó ni querrá hacerlo, porque decidió encapsularse en su propio eco. Más grave aún es que algo así ocurra en un sistema fuertemente presidencialista y en medio de una crisis sanitaria, justo en el momento en que la credibilidad de las autoridades resulta crucial para lograr la cohesión, el orden y la confianza necesarios para superar la epidemia. En lugar de un liderazgo confiable, lo que hemos tenido en Chile desde los primeros meses de la epidemia ha sido una nube de negación, polémicas, contradicciones y decisiones políticas fuertemente criticadas por los expertos. A esto se ha ido sumando una lista de bochornos de distinta calaña: un día es el Presidente paseando en la playa sin mascarilla, otro día es un centro de eventos cobrándole una cuenta impaga al Ministerio de Salud a través de los medios de comunicación; un día se da la alerta por el aumento de contagios y la segunda ola, al siguiente se abren el aeropuerto internacional y las piscinas públicas. Hay más de 15 mil muertos por Covid-19 hasta la fecha, pero a ratos pareciera que no fuesen los suficientes como para plantearse las cosas con la claridad necesaria. Como telón de fondo, una crisis política profunda de la que nadie parecer querer hacerse cargo en su gravedad. Los hechos son esquivos al optimismo, y la oposición hiperfragmentada no ayuda en nada a que las cosas sean distintas.

Los escasos gestos de autocrítica de los dirigentes de la antigua Concertación luego del estallido de octubre fueron extinguiéndose con el paso de los meses. Hubo atisbos de reflexiones sobre el modo en que los partidos que gobernaron desde la centroizquierda fueron tomando distancia de la ciudadanía hasta perderla de vista, pero los gestos nunca fueron contundentes, siempre condicionados y breves. Algunos reaccionaron con el orgullo herido, otros simplemente nunca lo vieron venir, aunque las señales existían desde hace años: estaban en las encuestas, en los estudios sociales, en la disminución constante de los votos recibidos y en el proceso de refichaje de 2017, cuando los partidos debieron sincerar que representaban a muchos menos de los que decían representar. Ignoraron todas las señales, todas las advertencias, y continuaron acomodándose en la pequeñez de la elección siguiente, sin plantearse ningún horizonte mayor que el comidillo de corto plazo. A esa gimnasia electoral le llamaban hacer política con seriedad: no les importó que a las elecciones acudieran cuatro gatos, siempre y cuando los ayudaran a ganar y mantener el poder alcanzado. Si después de las revueltas de octubre hubo un momento en el que ese mundo de dirigentes reflexionó sobre la responsabilidad que les cabía en la crisis política en curso, ese minuto parece haber quedado en el olvido con los meses. Luego de las anémicas primarias recién pasadas, el tema principal volvió a ser el de siempre: la repartija de cupos. Volvieron a hablar en una lengua muerta para demostrarnos que muchas cosas podrían haber cambiado, pero ellos seguían siendo los mismos. Los herederos de la época dorada de la Concertación no alcanzan a darse cuenta, quizás por cortedad, quizás porque no les interesa, que ese es el principal combustible para el populismo del que tanto hablan como un demonio ajeno, una presencia fantasmal que ellos mismos alimentan con su propia mezquindad. La irritación cunde, nunca ha dejado de crecer, y hay quienes ya la están administrando a su favor, sin embargo, para una parte de la oposición el descontento generalizado parece haberse esfumado con las cuarentenas. Para el Frente Amplio, en cambio, la rabia ambiental sigue ahí, sacudiéndolos internamente, presionándolos y obligándolos a enfrentarse a sus propias contradicciones. Las primarias sumergieron al Frente Amplio en una fuente hirviendo de realidad: la convocatoria fue en algunos casos sorprendentemente escuálida, sus figuras no brillaron y los discursos sobre la importancia del trabajo en territorios, que a muchos de sus dirigentes les fascina repetir, fueron contradichos por los resultados. Parecen estar hablándole a alguien que los escucha en ocasiones puntuales, pero que la mayor parte del tiempo decide ignorarlos como al resto de los partidos políticos. El fracaso aceleró el inevitable quiebre entre identidades zurcidas a la rápida, con más entusiasmo juvenil que franqueza, en un ambiente que tiende a venerar los discursos arrojados al sacrificio y concederle el rango de traición a lo que en otros ambientes sería mero pragmatismo.

El año termina con un gobierno asfixiado por sus errores, contemplando su fracaso en un espejo roto, y una oposición que se balancea entre la ineptitud y la irrelevancia mientras camina sobre una cuerda floja.

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