Columna de Paula Escobar: Los peligros de la comisión anti fake news



“Negacionista”. Así se le dijo al exasesor presidencial para la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado, Patricio Fernández, a propósito de sus declaraciones. “No hubo negacionismo”, dijo el ministro de Justicia, Luis Cordero, y algunos otros personeros de gobierno y juristas.

Quienes postearon en redes sociales que Fernández era “negacionista”, ¿incurrieron entonces en difundir una “noticia falsa”?

Y si así fuera, ¿qué pasaría con el gobierno, si ya estuvieran en régimen las propuestas de políticas públicas sobre la materia de la recientemente creada Comisión Asesora contra la Desinformación? ¿Clarificación? ¿Sanción? ¿Nada? ¿No se pronuncia?

Esa es la complejidad de entrar a batallar contra las noticias falsas y la desinformación vía iniciativas gubernamentales. Según el decreto que la creó, la comisión abocará sus funciones al impacto de la desinformación en la calidad de la democracia; alfabetización digital; desinformación en plataformas digitales, buenas prácticas internacionales. Y políticas públicas y desinformación. Y por ello las alertas que se han levantado, desde la SIP, la oposición y hasta senadores oficialistas.

Aunque se trata de profesionales de prestigio reconocido en el mundo académico, las y los comisionados partieron -sintomáticamente- aclarando lo que no harían. La ministra Camila Vallejo fue enfática en que aquellas propuestas no atentarán contra la libertad de expresión ni de prensa. Pero no parece haber conciencia en el gobierno de que el remedio a males como las fake news a través de acción gubernamental -pese a las buenas intenciones y a las trayectorias de los comisionados- puede ser peor que la enfermedad.

Y un riesgo mayor.

Que el órgano a cargo de la definición de desinformación sea un gobierno, del signo que sea, es dotarlo de una munición de potencial nuclear en su capacidad de dañar la libertad de expresión y prensa y, por tanto, la democracia. Y la razón es muy simple: la posibilidad de utilización, por parte del Estado, de la prohibición o regulación de fake news como un modo para acallar la disidencia, la crítica o a la fiscalización, en definitiva, las voces contrarias al discurso o a la acción gubernamental. Este peligro es serio, sobre todo hoy, en una era de erosión democrática global y de auge de liderazgos autoritarios y populistas. Aquello está relacionado con la fragilización y precarización del ecosistema de medios de comunicación tradicional y del esparcimiento de noticias falsas en plataformas digitales. Pero ello debiera llevar a fortalecer la libertad de prensa y expresión, no a debilitarla o amenzarla.

Ya lo decía AG Sulzberger, el presidente del New York Times, explicando el valor que ha tenido para Estados Unidos su política de no regulación de la libertad de expresión, incluso frente a las amenazas de las fake news. “Uno de los aspectos más importantes de ese valor es no tener al gobierno decidiendo qué discurso debe y no debe permitirse. Y, de hecho, al expresidente Trump le hubiera encantado tener más poder para reprimir ciertos tipos de discurso”, dijo a La Tercera.

Trump usó y abusó de las redes sociales y las mentiras para llegar y estar en el poder. Se llegó en Estados Unidos a una transgresión democrática sin precedentes allí, como fue el asalto al Capitolio. ¿Podría una comisión asesora, gestionada por el propio gobierno de Trump, haberle silenciado sus fake news? Claramente no. ¡Y cuánto le habría servido tener un organismo ad hoc que dijera que los que mentían eran los medios y sus adversarios! Justamente los 200 años de tradición de libertad de expresión constitucional en su país le impidieron un arma así a su disposición. Pero países con democracias más frágiles aprobaron legislaciones anti fake news siguiendo sus preceptos. Sulzberger llevó la cuenta de cuántos países habían aprobado leyes que prohíben las supuestas “noticias falsas”. “Y digo “supuestas”, porque en realidad no son noticias falsas, son solo noticias que los autoritarios no quieren escuchar. Más de 50 naciones literalmente se aferraron a esta frase y la usaron para tomar medidas enérgicas contra la libertad de prensa”, explicó Sulzberger.

Volviendo a Chile, quienes aprueban esta iniciativa, ¿han pensado en la incompatibilidad de que sea un gobierno el que regule? ¿Han pensado cómo puede ser usada esta iniciativa por sus adversarios políticos en un próximo gobierno? ¿Qué pasaría con un liderazgo autoritario si tuviera un arma así?

Es una iniciativa de alto riesgo, que tendrían problemas en administrar -por ejemplo, en el caso Fernández, que cité al principio. Pero, más grave que todo aquello, dejarán instalada y legitimada para la posteridad la idea de que el gobierno de turno pueda decidir -aunque sea indirectamente- qué cabe o no en el debate público.

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