Columna de Ricardo Lagos: Siglo XXI, una nueva oportunidad



Tal vez este noviembre de 2020 será visto en el futuro como el instante en que comenzó realmente el siglo XXI. Días donde se vio cómo, en medio de diferencias y conflictos, un importante grupo de países se ponían de acuerdo para definir reglas de futuro en el comercio internacional. Y con China como actor relevante. Días en los cuales el futuro gobierno de Estados Unidos anticipaba su regreso al Acuerdo de París por el cambio climático designando para esa tarea, ni más ni menos, que a un ex Secretario de Estado. Sabemos que Estados Unidos y China fueron claves para el acuerdo del 2015 y las políticas futuras en la batalla contra el calentamiento global.

Son tiempos que llaman a mirar lo que subyace bajo el acontecer. La pandemia aceleró la entrada al siglo XXI, porque obliga a revivir las políticas globales frente al cambio climático, porque obliga a orientar las condiciones del comercio mundial con lógicas de la “economía verde”, porque obliga a poner al ser humano en el centro de la gobernanza futura. Por todo ello es que estamos obligados a entender el significado de lo que ocurre y hacia dónde vamos.

¿Estaremos entendiendo que ya no bastará con ser los principales exportadores de cobre a los países de Asia, que nos preguntarán si el nuestro es “cobre verde”, elaborado con mínimas emisiones de carbono, y que esa condición determinará un mejor precio en las transacciones globales? Y, por cierto, que lo mismo regirá progresivamente para la agricultura, la explotación maderera, la extracción de otros minerales o la pesca.

Quince países de Asia y del Pacífico firmaron el 20 de noviembre un tratado que los transforma en el bloque de libre comercio más grande del mundo. Es el pacto por el cual se crea la Asociación Económica Integral Regional (RCEP), que representa al 30% de la economía mundial e impacta sobre 2.200 millones de personas. Un acuerdo donde China, no obstante tensiones latentes, se une con Japón, Corea del Sur, Australia y Nueva Zelandia a los países de ASEAN, en un proyecto de evidente proyección global. Los aranceles en sus intercambios se reducirán hasta en un 90%, y se fijarán reglas comerciales para una economía de nueva generación, entre ellas nuevas normas sobre patentes, contaminación ambiental, reglas de origen, y apoyo mutuo a la innovación.

Sólo cinco días después del anuncio del RCEP se desarrolló la cumbre del Foro APEC, con sede virtual en Malasia. Allí, el presidente Xi Jinping sorprendió a todos al anunciar que China “considerará positivamente su incorporación al Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico”, TPP por sus siglas en inglés. Bastaron estas palabras para que ese acuerdo –ahora conocido como TPP11 desde que Estados Unidos lo abandonara y su nueva versión se firmara en Chile a comienzos de 2018– volviera a instalarse en la agenda económica y política del resto del mundo y, por cierto, entre nosotros.

¿Cuándo y cómo podría ocurrir esa negociación con China? ¿Con qué plazo el gobierno chino, como lo anuncia en su último Plan Quinquenal, daría nuevas formas a su modelo de desarrollo para postular mejor a ese posible ingreso? ¿Y buscará Estados Unidos, ahora con Biden, regresar al TPP, sabiendo que deberá postular en el marco de las nuevas condiciones más flexibles que se dieron los países tras el retiro ordenado por Trump en 2016?

Estas semanas nos anuncian que vamos hacia otra realidad en las relaciones económicas internacionales. China buscará influir decididamente en ellas, pero está consciente, porque lo vive en sus propios desafíos nacionales, que el desarrollo sostenible será clave en sus interacciones con otras potencias en la nueva geopolítica mundial.

Esto significa que, más allá de la eliminación de aranceles y de la libre circulación de productos, los tratados de libre comercio ahora definen normas que impactan en los procesos productivos y laborales de los bienes y servicios que se intercambian. La prioridad principal acá es la disminución de la huella de carbono de dichas exportaciones; menos consumo de combustibles fósiles y descarbonización de la matriz productiva será exigencia para los productos propios y los que se compren al resto del mundo.

Para Chile este es un desafío mayor: no da lo mismo si exportamos cobre bajo las condiciones actuales que si nos concentramos en la exportación de “cobre verde”. Junto con contribuir al resguardo del planeta, podremos cobrar otro precio si tenemos una certificación de que ese mineral se extrajo con la menor cantidad de emisión de gases invernaderos posibles, usando energías renovables en todo el proceso. Eso incluye, por ejemplo, utilizar energía de hidrógeno verde para movilizar los camiones de la gran minería.

Pensar en el mundo que viene es esencial para un país de economía abierta, como la chilena. Más allá de ciertos cuestionamientos –muchos de ellos más ruidosos que bien fundamentados– debemos retomar la aprobación del TPP11 en nuestro parlamento. Si hay cosas que corregir, hagámoslo desde adentro, de común acuerdo. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de encontrarnos un día con que China ya es parte del tratado, que Estados Unidos retornó a él, mientras Chile optó por una miopía estratégica, que puede traer enormes costos para el futuro del país.

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