Columna de Rodrigo González: Blanquita: el País de las Tinieblas

Blanquita es una película nihilista, sin autocomplacencias, una bocanada de realidad contaminada de la que se sale algo aporreado y tras la que hay que lavarse las manos dos veces. Son pocos los cineastas chilenos tan efectivos y concisos y Guzzoni tiene algo del primer Pablo Larraín, el de Tony Manero y Post Mórtem, dos ejemplos de brutalismo expresivo por inventar algún término. Si su próximo largometraje es de horror, no sería de extrañarse.



Las aristas del caso Gemita Bueno fueron tantas que se podrían hacer series hasta el infinito con sus tramas, subtramas, recovecos y entresijos. En Blanquita, la nueva película del cineasta chileno Fernando Guzzoni, se opta por ir directo al grano y no meterse demasiado en las frondosas problemáticas políticas en que derivó esta historia en su momento.

Lo que se ve es básicamente la caída en el precipicio sin fin de la mitomanía, el autoengaño y la triste realidad de Blanquita (Laura López), el personaje inspirado en Gema Bueno. Al mismo tiempo, como maestro de ceremonias de la puesta en escena de la muchacha está el cura Manuel (Alejandro Goic), un enérgico sacerdote que mantiene como puede un hogar de acogida para menores.

Golpeada por una vida precaria, madre soltera y con una inusual sangre fría en la manera de relacionarse con sus pares, Blanquita se transforma en testigo clave de una red de pedofilia, orgía y abusos varios comandada por un empresario. En el club hay desconocidos y famosos, entre ellos algunos políticos de alto calibre y exposición. Todos están a un tiro de distancia de las declaraciones de esta chica sin pelos en la lengua.

En algunos roles laterales vemos a Daniela Ramírez como la primera fiscal del caso, a Amparo Noguera como una parlamentaria de alto abolengo y a Marcelo Alonso, como el segundo fiscal, el que empieza a destapar el entramado de confusiones y verdades a medias de Blanquita. Mientras ella más cerca se siente del desenmascaramiento, el padre Manuel más la alienta a seguir diciendo lo que siempre ha sostenido y a no caer en desmentidos.

Ya sabemos la historia de este caso, pero la película de Guzzoni no está aquí para sacar algún sermón trasnochado del sombrero. Citando al hijo pródigo del clan Corleone, se podría decir que Blanquita, el sacerdote, los jueces y los políticos, son “todos parte de la misma hipocresía”.

La fotografía de Blanquita, en irónico contraste con el título de la película, es más oscura y tenebrosa de lo normal, a grados extremos y no siempre logrados. Lo que se subentiende es que el realizador también quiere expresar estéticamente la brumosa y ambigua realidad de nuestro Chile con triple moral. En ese país de reyes tuertos y población ciega, Blanquita y Manuel tal vez estén un poco más arriba en la escala valórica. Pero sólo tal vez.

Fernando Guzzoni es un director que parece amar las tinieblas y los vertederos morales. Los personajes al borde del abismo le atraen y hay que recordar que empezó con La Colorina (documental sobre la escritora Stella Díaz Varín) para seguir con Carne de Perro, sobre un ex torturador, y luego con Jesús, inspirada en el caso Zamudio.

Blanquita es una película nihilista, sin autocomplacencias, una bocanada de realidad contaminada de la que se sale algo aporreado y tras la que hay que lavarse las manos dos veces. Son pocos los cineastas chilenos tan efectivos y concisos y Guzzoni tiene algo del primer Pablo Larraín, el de Tony Manero y Post Mórtem, dos ejemplos de brutalismo expresivo por inventar algún término. Si su próximo largometraje es de horror, no sería de extrañarse.

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