Columna de Santiago Montiel: Educación pública y de calidad: una política de Estado



La educación financiada por el Estado es de los mecanismos más eficientes que existen para nivelar la cancha de las oportunidades. En Chile, si bien la cobertura del sistema educacional bordea la universalidad (98% al 2023), en calidad aún nos encontramos muy lejos de un estándar adecuado. Cuando analizamos el rendimiento promedio en pruebas internacionales (PISA), nos ubicamos en los últimos lugares de la OCDE, superando sólo a Colombia y México. El (bajo) promedio nacional esconde desigualdades evidenciadas en la brecha de 130 puntos en la Prueba de Transición Universitaria entre establecimientos públicos y particulares pagados (Alessandri y Peñafiel, 2021). La educación que está recibiendo un tercio de los niños, niñas y adolescentes que asisten a establecimientos del Estado no está siendo conducente a que ellos puedan desarrollar plena y libremente sus proyectos de vida.

Una de las razones para tomarnos en serio el desafío de mejorar la calidad de la educación es su directa incidencia en la capacidad de crecimiento económico del país. Si modelamos la educación como la preparación que reciben los futuros trabajadores de Chile, aumentar la calidad se traducirá en mayor productividad futura. Esta se asocia a un progreso tecnológico a mayor velocidad, a más innovaciones; básicamente, a hacer más con menos. Desde Horizontal cuantificamos el efecto que tendría una reforma educacional que cierre las brechas de puntajes en pruebas estandarizadas con la OCDE y los resultados son elocuentes: aumenta la capacidad de crecimiento de la economía en un 54%. Es decir, incrementaría el PIB tendencial en 1,13 puntos porcentuales (de 2,1% a 3,23% cada año). Proyectando los impactos que una reforma así tendría en la trayectoria del PIB, generaría más de 1,9 billones de dólares en valor presente neto, algo así como seis veces el PIB de Chile actual. No solo eso, la reforma nos permite alcanzar el promedio del PIB per cápita de la OCDE 35 años antes.

¿Cómo hacerlo? Fontaine y Urzúa (2018) entregan un diagnóstico claro: “[…] cualquiera sea el sistema educacional […], su calidad no puede ir más allá de lo que permite la calidad de sus profesores”. Debemos enfocarnos en atraer a estudiantes de mayor rendimiento y capacitar a los docentes actuales. Esto en un contexto donde la calidad del sistema chileno se encuentra retrocediendo. Y es que, a la brecha de 60 puntos en puntaje PSU entre estudiantes de pedagogía y otras carreras que identificaron Fontaine y Urzúa para el 2008 (2018), se agrega una matrícula en pedagogía que ha caído más del 40% en la última década, lo que alimenta el déficit proyectado de más de 26.000 profesores al 2030 (Elige Educar). Es decir, si es que no hacemos nada, lo más probable es que la calidad del sistema empeore en los próximos años. Junto con esta reforma, se debe entregar mayor autonomía a los proyectos educativos y disminuir la carga burocrática que enfrentan los establecimientos educacionales, sustituyéndola por herramientas de apoyo más efectivas. Reformas de esta índole llevaron adelante (décadas atrás) países que hoy se encuentran liderando los puntajes en pruebas estandarizadas de la OCDE, como Finlandia y Corea del Sur.

Reformas estructurales y de largo aliento como ésta requieren de una condición habilitante: una clase política con visión de futuro, dispuesta a lograr acuerdos transversales e invertir su capital político en un tema que sin duda no otorga ganancias electorales de corto plazo, pero que es de máxima responsabilidad con las generaciones futuras. En pocas palabras, se requiere hacer de la educación pública y de calidad, una política de Estado.

Por Santiago Montiel Zecchetto, economista e investigador en Horizontal

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