Columna de Tamara Agnic: Credibilidad: ¿Se puede estar peor?

Vista general del Salón Plenario, durante la Cuenta Pública Presidencial en el Congreso Nacional. FOTO: LEONARDO RUBILAR CHANDIA/AGENCIAUNO

"Hay que endurecer la legislación que castiga la corrupción, establecer mecanismos efectivos y creíbles de prevención, marcar distancia con quienes incurren en corrupción, mostrarse firmes y nítidos en la separación entre dinero, influencias, política y las decisiones institucionales de modo de mostrar integridad a toda prueba."



Tras conocerse los resultados de la nueva encuesta CEP, los dirigentes políticos, personeros de gobierno y los medios de comunicación nuevamente se enfrascan en agrios debates sobre las cifras de apoyo que tiene La Moneda y el gabinete, las figuras que aparecen con más perspectivas de ser presidenciables y los temas que en teoría más preocupan a la ciudadanía. Lo de siempre y “nada nuevo bajo el sol”.

Pero hay un fenómeno que viene ocurriendo y agravándose hace años y que se refleja no sólo en esta encuesta, sino que en casi todos los estudios de opinión. Se trata del profundo descrédito y la escasa confianza que las personas tienen en las instituciones y, en particular, en los políticos, los partidos y los organismos de representación popular. Esto también se está volviendo algo permanente al punto de ser francamente peligroso. Las cifras son malas y llaman urgente a la reflexión. La confianza en el Gobierno está en un 16%; en Tribunales de Justicia, un 16%; en el Ministerio Público, 14%, pero lo más inquietante es lo que pasa con el Congreso, con una confianza de un 8% y los partidos políticos, en el fondo de la tabla, con apenas un 4% de confianza. ¿Cómo llegamos a esto?

Cuando hablamos de la robustez del sistema democrático, no podemos dejar que las cosas toquen piso en materia de credibilidad y confianza en las instituciones porque lo que se abre es una puerta a las expresiones populistas de cada extremo que suelen ofrecer respuestas fáciles y seductoras a masas que justamente descargan sus frustraciones contra los políticos y que pueden perfectamente abrazar discursos que llaman a no creer en nada ni en nadie.

¿Se puede estar peor? Por supuesto, siempre eso es posible, pero ese escenario es demasiado riesgoso pues un debilitamiento así de profundo en la credibilidad de las instituciones, la política y la democracia es caldo de cultivo para la corrupción a gran escala, para las prácticas reñidas con la ética en el mundo de la política y también en los negocios y para agendas demagógicas en lo legislativo. Es un círculo vicioso muy peligroso porque es verdad que la corrupción de cuello y corbata, los ejemplos de relaciones espurias entre política y empresas y las señales equívocas en materia del castigo que reciben estas conductas ha llevado al descrédito generalizado de la actividad política y es ese mismo descrédito el que alimenta de forma simultánea los espacios para las faltas éticas.

Lo que corresponde es que los partidos, los dirigentes y las instituciones den señales nítidas de cambio, de renovación y de compromiso indubitable en torno a la integridad, y se comprometan con la lucha contra la corrupción y reparación de los daños que ésta ha provocado en el mundo público y privado. Hay que endurecer la legislación que castiga la corrupción, establecer mecanismos efectivos y creíbles de prevención, marcar distancia con quienes incurren en corrupción, mostrarse firmes y nítidos en la separación entre dinero, influencias, política y las decisiones institucionales de modo de mostrar integridad a toda prueba.

Si ya nadie confía en nuestros políticos, ¿quién vendrá a gobernarnos? Esa pregunta debería preocuparnos hoy más que nunca frente a necesidades y urgencias que serán cada vez más apremiantes como lo son el cambio climático, la inequidad de género, las presiones demográficas o futuras crisis que aún ni sospechamos ni conocemos. La confianza es ahora un bien escaso y, por lo tanto, muy preciado. Con urgencia, debemos recuperarla.

* La autora es presidenta de Eticolabora.

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