Columna Ernesto Ottone: Después de septiembre

Foto: Andrés Pérez.


Debido a compromisos académicos he pasado casi todo el mes de septiembre en París, con una cercana lejanía de los acontecimientos que pasaban en Chile en torno a la conmemoración del 50 aniversario del golpe de Estado de 1973.

Claro que muchos eventos tuvieron lugar en los meses anteriores y otros se implementarán posteriormente, como la continuación e intensificación de la búsqueda de los restos de los desaparecidos, la tarea más concreta y más destacada en este aniversario.

Como bien sabemos, el contenido de la conmemoración tuvo problemas en su concepción y no logró ser un momento vigorizador de nuestra textura democrática.

Ello no solo es producto de un cierto batiburrillo estratégico y de una falta de habilidad en la gestión. Algo de eso existe sin duda, pero gracias a los cambios ministeriales, algunos incluso con interpretación teórico-militar como el “repliegue táctico,” se ha ido agregando más “savoir faire” a la conducción del Estado, aun cuando los resultados positivos son por ahora muy parciales y tienden a continuar predominando los pasos en falso.

Tampoco es producto de una porfiada incapacidad de aprendizaje del Presidente , quien se ha esforzado por mejorar en el ejercicio de su cargo, a pesar de sus contradicciones en actos y palabras, de impulsos emotivos en una u otra dirección y de algunas actitudes cuya lógica racional es difícil de descifrar tanto por sus seguidores como por sus oponentes y, sobre todo, por la mayoría ciudadana, que suele tener frente al poder que él encarna una posición más bien desapegada, hacia al cual, parafraseando al poeta y gran polemista, Godofredo Iommi, “no siente ni amor ni odio, ni siquiera indiferencia, no siente nada”. Simplemente aprueba o rechaza su accionar de acuerdo a como lo percibe desde el llano.

Pese a sus ripios, el Presidente es un hombre entregado a su labor, con disposición al aprendizaje, buenas intenciones y un cierto talante democrático que lo ha llevado a cambiar de opinión con frecuencia, la mayoría de las veces para corregir desaciertos.

El problema va por otro lado. Lo que impide el buen gobierno parecería residir sobre todo en la composición de la coalición de gobierno, que le hace muy difícil ampliar su base de apoyo en un sistema democrático, porque sus propuestas y accionar no son del todo consistentes en su orientación y no generan credibilidad.

Al poseer dos almas encontradas, si la propuesta y el accionar es maximalista no concita entusiasmo en sus sectores más reformadores y si es moderada tendrá la oposición de los sectores radicalmente refundacionales. El resultado natural es el inmovilismo.

Pueden, en consecuencias, encontrar un común denominador puntualmente, pero no siempre, y difícilmente en cuestiones de largo plazo. La izquierda democrática, salvo que se desnaturalice, considera la democracia liberal como un valor permanente y desea reformar y regular incluso severamente, pero no eliminar la economía de mercado, lo que la llevará siempre a un momento insalvable de fricción con el Partido Comunista y diversas componentes del Frente Amplio que consideran a la democracia liberal solo como un valor táctico y aspiran a un régimen político y económico distinto que ya no se sabe muy bien en qué consiste.

En consecuencias la cohesión de largo plazo será siempre débil, contradictoria e insuficiente.

Resulta natural que los sectores maximalistas apoyen con sincera convicción a la dictadura cubana, nicaragüense y venezolana. Que sientan una cierta simpatía por Corea del Norte y, por supuesto, con algún punto interrogativo, por sus aspectos capitalistas, con las experiencias china y vietnamita. Que se enternezcan con cuanto populismo de izquierda pase cerca y también que de repente se enreden con la dictadura oligárquica de la Rusia de Putin, con quien comparten una mirada nostálgica hacia el pasado soviético, reconstruyendo así en su imaginario un mundo simple con amigos y enemigos claros.

Son a fin de cuentas su familia política, que tiene poco que ver con un progresismo democrático y con las situaciones geopolíticas de hoy, pero que siguen existiendo en su corazón y les siguen “dando vuelta en la cabeza”.

Es natural que las fuerzas que se consideran revolucionarias encuentren completamente deslavados los párrafos acordados por el Senado y hablando en privado, por qué no, la declaración firmada por los expresidentes de la República. Natural es también que confundan con negacionismo el admitir que hubo responsabilidades compartidas en la degradación política que terminó con la democracia en Chile, al mismo tiempo que se condene irrevocablemente el cruento golpe de Estado de 1973 y se condenen sus crímenes y el aplastamiento de las libertades.

Es muy difícil conducir un gobierno de manera eficaz cuando conviven en su interior un pensamiento simple y doctrinario con uno que por más que tenga titubeos es más complejo.

Recordemos que el intento refundacional que en la convención constitucional anterior era para un sector del gobierno el gran pilar del futuro y que el otro sector aprobó con escaso entusiasmo, terminó en un fracaso para el Apruebo.

Hoy, estamos en una situación similar. Las fuerzas de extrema derecha esta vez tienden a imponer sus visiones unilaterales que niegan sentidos comunes alcanzados por la sociedad chilena. Carecen de todo espesor democrático y aparece su bronco integrismo político arrastrando hacia el pasado a la derecha institucional.

Si no hay disposición a encontrar soluciones aceptables para la gran mayoría de los chilenos, el país arriesga un nuevo rechazo en materia constitucional.

Es evidente que Chile requiere disminuir el peso de las posiciones extremas para reforzar su convivencia democrática. No basta que los nuevos dirigentes políticos se conformen solo con que las cosas no empeoren y que las divisiones existentes no se profundicen.

Es muy humano que el Presidente encuentre una zona de confort al sentirse con un apoyo minoritario, pero válido a todo evento, aunque las cosas no anden bien en lo económico y en lo social.

El discurso ambiguo le permite conservar la cohesión de su espectro político, aunque no avance hacia acuerdos mayoritarios más audaces que logren destrabar la situación actual.

Pero mantener la ambigüedad significa también resignarse a realizar un mal gobierno, instalarse en la mediocridad y en la decadencia. Cambiar es duro, tendría costos emotivos y políticos, requiere un gran coraje y un gran sentido del Estado.

Entiendo que quizás lo señalado no es más que un buen deseo, pero si no sucede se pavimentará el camino de un conservadurismo extremo, que aspira al retroceso de la modernidad normativa y desconfía de nuevos avances sociales.

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