El Arte Poética de Max Joseph von Pettenkofer

Foto: Creative Commons

Las epidemias de cólera que azotaban Europa a mediados del siglo XIX no fueron sólo un incentivo para el desarrollo de la microbiología y la epidemiología. También motivaron la creación de la higiene como una nueva disciplina científica. El químico alemán Max Joseph von Pettenkofer fue uno de los pioneros de esta, y uno de los personajes más controvertidos y enigmáticos de la historia de la ciencia.



No tenía alternativa. Su carrera, su prestigio estaban en juego. Max Joseph von Pettenkofer tomó el pequeño tubo de cristal que contenía el líquido turbio y blanquecino. Lo examinó con detención, lo acercó a su nariz y sintió el olor a pescado descompuesto que caracteriza al cultivo de la bacteria vibriocholerae, obtenida a partir de deposiciones líquidas de enfermos de cólera. Se sentó en un taburete del laboratorio. Lo dudó un instante, por lo que aceleró la acción de modo que ningún pensamiento pudiera detenerlo. Llevó el tubo a su boca y bebió el contenido de un solo golpe. Sintió náuseas. Cerró los ojos unos segundos. Se incorporó y miró por la ventana. Era una soleada mañana de octubre de 1892 en Múnich. El afamado científico de 73 años, héroe mundial de la salubridad, se levantó lentamente y bebió dos vasos de agua. Ahora sólo había que esperar.Von Pettenkofer no se había vuelto loco. Se trataba de un experimento. Riesgoso pero necesario. Al respecto escribió: “Incluso si el experimento hubiese puesto en riesgo mi vida habría mirado a la muerte a los ojos con tranquilidad […] Habría muerto al servicio de la ciencia como un soldado en el honor del campo de batalla”.

Era químico. Había hecho importantes contribuciones en esta disciplina, pero poco a poco sus intereses migraron hacia la higiene. A mediados del siglo XIX, una serie de brotes epidémicos de cólera embistieron a varias ciudades europeas. Entonces, la enfermedad mataba a la mitad de aquellos que la contraían y Múnich era una constante víctima de estos brotes. Las autoridades de la ciudad acudieron a Pettenkofer para que les recomendara una estrategia en la lucha contra la enfermedad. El químico había desarrollado una teoría para explicar los orígenes y la forma de propagación de las enfermedades.

Por aquella época, la idea de que organismos microscópicos, gérmenes, eran responsables de las enfermedades infecciosas recién estaba siendo aceptada por parte de la comunidad. Otra parte seguía adhiriendo a la arcaica teoría “miasmática”, que culpaba a ciertos vapores putrefactos que emanaban del suelo. La teoría de gérmenes podía explicar muy bien, por ejemplo, por qué los focos aparecían siguiendo las rutas humanas. Eran las personas, después de todo, las que transportaban los gérmenes de un lugar a otro. Pero había algo que resultaba paradójico: no todas las ciudades en estas rutas daban lugar a brotes.

La teoría de Pettenkofer postulaba que los gérmenes, si bien existían, no eran los únicos responsables de la enfermedad. Estos debían entrar en contacto con el suelo, y si encontraban allí las condiciones apropiadas, producían el miasma responsable de la enfermedad. El hecho de que no todos los suelos le otorgaban al germen estas condiciones, aclaraba por qué no aparecían brotes de cólera en todas partes. Por supuesto, hoy sabemos que esta teoría es falsa. Pero, en su momento, fue extremadamente exitosa. No sólo dio cuenta de un fenómeno que no tenía explicación alternativa, además tuvo importantes consecuencias para la ciudad de Múnich; en su afán por modificar las condiciones higiénicas del suelo y así evitar que los gérmenes del cólera pudieran provocar la enfermedad, Pettenkofer recomendó grandes obras de infraestructura. Se mejoró el sistema de alcantarillados y se centralizó la red de distribución de agua. Las medidas disminuyeron tanto los brotes de cólera como la virulencia de estos. Pettenkofer se transformó en un héroe. La higiene se convirtió en una disciplina científica que él mismo difundió por el mundo desde su Instituto para la Higiene de Munich.El hecho de que su teoría era incorrecta no le quita ningún mérito a Pettenkofer. En ciencia la verdad es siempre provisional; sólo lo falso puede ser universal y eterno. Como decía Albert Einstein, la ciencia no descubre, inventa. Su máxima es un eco de aquella que Vicente Huidobro sentenciaba en su Arte Poética: “Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! Hacedla florecer en el poema”. Lo científicos funcionan como pequeños dioses huidobrianos, inventando abstracciones que tengan correspondencia en el mundo natural. La rosa no siempre florece. O a menudo lo hace sólo para marchitarse tiempo después.

Fue un brote de cólera del verano de 1892 en Hamburgo lo que marchitó la teoría de Pettenkofer para siempre. Dado que él no creía que el germen por sí solo fuese suficiente para provocar la enfermedad, no le parecía necesario que el agua para consumo humano fuese filtrada. Las autoridades de la ciudad siguieron estos consejos. En cambio, en la contigua ciudad de Altona, entonces bajo la jurisdicción de Prusia, se dispusieron filtros de arena para purificar el agua que se obtenía de la misma fuente. El contagio y mortalidad en Hamburgo fueron devastadores. Altona tuvo apenas algunos casos. Parecía que, finalmente, era el vibriocholerae que Robert Koch había identificado una década antes el principal causante de la enfermedad. Pettenkofer no se iba a rendir aún. Había otra evidencia a favor de su teoría. Koch trató de producir cólera en animales haciéndolos ingerir sus cultivos. No había tenido éxito. El germen no podía ser suficiente. La respuesta de los seguidores de Koch era que el microorganismo probablemente sólo podía infectar a humanos. No resultaba ético provocar intencionalmente una enfermedad tan grave para verificar una teoría. Salvo, claro, que el proponente de la teoría decida él mismo someterse al experimento.

Pettenkofer sólo sufrió síntomas leves, pero su teoría ya estaba gravemente enferma. La teoría de gérmenes había triunfado. Por supuesto, parte de las ideas de Pettenkofer sobre el contagio sobrevivieron. Realmente no basta con el germen. Las condiciones ambientales e higiénicas son fundamentales para promover o frenar los contagios. Hoy lo sabemos y lo vivimos.

El frío invierno de 1901 obnubiló el juicio de Pettenkofer como nada lo hizo jamás. El profesor de 82 años estaba solo en su profunda melancolía. Su esposa había muerto dos años antes, y en el último tiempo sentía como sus capacidades intelectuales se deterioraban rápidamente. Lo hizo rápido, de modo que ningún pensamiento pudiera detenerlo. Llevó el revólver a su boca y disparó. Esta vez no se trataba de un experimento.

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